Manual de Flora Fantástica

Captura de pantalla 2018-08-23 a la(s) 17.36.36 Eduardo Lizalde / Cuentos / Editorial Cal y Arena /

En la búsqueda de lecturas mañaneras, me encontré con el Manual de Flora Fantástica en la vasta biblioteca de Luis Conde. Es un libro breve que presume en la portada El Fruto Ilusorio del pintor Arturo Rivera.

El libro arranca con la Mandrágora, criatura antropomorfa que no termina de nacer, pero al mismo tiempo sueña con ser hombre, por ello su forma fetal y su llanto lastimero apenas se siente desencajada de la tierra. Es una insegura solanácea cuya anatomía tóxica la hizo interesante para grandes escritores como Shakespeare, Borges y Dante, quienes coinciden que este “monstruo” habitó la tierra millones de años antes que cualquier especie zoológica. Seguramente es el eslabón perdido del género humano, por lo que, lo siento Darwin, en Adán no corrió plasma sanguíneo, sino clorofila.

Leer sobre la Mandrágora abrió mi apetito por los siguientes textos. Me encontré con la Circea, también conocida como estricnina o bien, pócima con la que la peligrosa Circe convirtió a los marineros de Odiseo en tiernos y suculentos cerditos listos para el asador.  La relación de las mujeres con la flora es innegable y como ejemplo Galia, una hermosa libertina con ínfulas romanas que utilizaba el cardo para encantar a sus amantes dentro y fuera de sus habitaciones palaciegas. Esta plantita, de petalillos morados, es conocida en México como Toloache, que no sólo sirve para encautar a los hombres y a algunos centauros, sino para curar la enfermedad del amor, mejor conocida en el mundo moderno como la sífilis.

La Flora Fantástica sí ofrece datos fantásticos y figuras geniales que me hicieron seguir y seguir leyendo en el metro y donde se pudiera. Tiene tropos exquisitos como “vegetales lobos”, “los mosquitos y su estómago galáctico” y “rosas cardíacas”; sublime figura ésta última en su relación con el rojo y el pulso de la vida. Lizalde sabe de poesía.

Le sigue mucha flora más, como las vampiras, la cicuta, tan famosa por Sócrates, las enanas que ya había descrito Swift por boca de Gulliver y los bambús, tan altos como serenos pese a tener una fortaleza más ruda que las mismas rocas.

Descubrí que la flora no es un ente inocente y dormido; yacen caníbalas que muerden la vida y se visten de belleza para intoxicar al despistado, al boticario, al biólogo, y a todo aquel cuya relación de incesto con la madre se halle marcada por las significaciones de comer y ser comido. La flora ofrece su farmacopea a los que padecen, sin saberlo, de la fijación oral de la que tanto habló Freud en sus interminables elucubraciones sexuales.

Una flor que me arroba es la gardenia. Se le describe como ornamental y pequeña en cualquier catálogo de espermafitas. Me hubiera encantado que el autor de este maravilloso manual noventero las considerara en su índice. Quizá no las valoró fantásticas por su falta de cianuro.

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