José Emilio Pacheco / Novela corta / Editorial ERA /
No creía ser de esos lectores que leen más de dos veces un mismo libro, coincidía con Gabriel García Márquez respecto a la doble lectura, donde él explicaba que, si bien leía por placer, no solía releer por angustia. Crecí con la misma premisa, para qué leer una obra que ya se leyó y se disfrutó hasta el hueso, cuando puedes acercarte a otros libros maravillosos. La tragedia de un lector autónomo es descubrir su mortalidad al ver la biblioteca de la casa y darse cuenta que muchos de esos libros no alcanzarán a ser leídos. Pero heme aquí, en mi cuarta vez con Las Batallas en el Desierto, en mi cuarta ocasión adorando a Carlitos, el personaje principal de esta joyita corta de la literatura mexicana.
Carlitos también es el nombre de mi gato. Todavía recuerdo la cara del grabador de plaquitas cuando le llegué con la instrucción de que quería el nombre puesto en diminutivo. —Es muy extenso, porque no mejor sólo Carlos —me dijo. —Carlitos —insistí con la nariz levantada. Pero de nada sirvió la insistencia, mi gato se negó a usar la medallita; era rebelde, igual que el niño de la novela. Se sangró el cuello hasta romper el collar y hacerme ver que él no le pertenecía a nadie, se pertenecía a sí mismo.
Carlitos, el niño de la novela, es un tipito astuto y sensible. Un observador de la vida y de las marcas comerciales que rodean esa vida, un amante de la belleza, un romántico que posa sus ojos en mujeres delgadas que visten batas de seda azul. Mariana tenía 28 años cuando Carlitos la vio por vez primera. Era la mamá de Jimmy, su mejor amigo de la escuela.
La novela transcurre en un México machista de mitad del siglo XX, donde las mujeres son tratadas como carne lista para ser devorada, provocadoras de la indecencia, madres abnegadas, esposas preocupadas por el que dirán, busconas naturales, generadoras del pecado. Y no sólo es el machismo, es el clasismo; los mediopelo, los muertosdehambre, los que hablan inglés y los que venden chicles. Los que van a escuelas públicas y los que tienen recursos para pagar educación privada.
Vemos a una colonia Roma popular, ñera que empieza con la pretensión, el blofeo, donde los papás, que han fracasado con sus empresas filiales porque los gringos han hecho esa otra conquista, se venden a las trasnacionales que lo comen todo. Este hombre de familia se esclaviza al mejor postor norteamericano en pos de mantener la casa grande y la casa chica. Un papá luchón que aprende inglés por las noches escuchando audiolibros y a base de repetición.
Los hermanos mayores como Héctor, por otro lado, después de la vagancia y la fuma de porros con los cuates de la esquina, se convierten en hombres calvos y entrajeados; respetables pues, y ya nadie recuerda, porque no importa, que era un abusador de sirvientas: carne de gata, buena y barata, se decía mientras intentaba entrar al cuarto de servicio que yacía en la azotea.
Carlitos ve todo, es parte de todo, pero aún en el estado de infancia en el que se encuentra, aún con esa pretensión eyaculatoria que lo persigue, es sensible y crítico; ama a Mariana. Ella no sólo es hermosa, es amable. No se parece a ninguna otra mamá y a ninguna otra mujer que Carlitos haya conocido. Muy edípico el asunto.
De más joven, porque aún me considero joven, me pregunté por qué se llamaba las Batallas en el Desierto. Tardé tres lecturas en llegar a la respuesta. Lo que no encontré, pese a entregarme con mayor comprensión lectora, es saber qué pasó realmente con Mariana. ¿Por qué negaron todos su existencia una vez que ella —perdón por el spoiler— se suicidó? Quizá así lo quiso el autor. Lo más cercano que puede ofrecer la ficción cuando imita la vida es no darnos todas las respuestas, pero sí regalarnos algunas preguntas.
Carlitos, ese tipito corrientón de 10 años es quien nos cuenta la historia entrecruzada de él y Mariana. Eso queda claro desde el principio; narrador en primera persona. La sorpresa es que leemos esa historia medio siglo después de haber sucedido, ya que ese chamaco inquieto tiene ahora 62 años y sigue añorando a su primer amor. Creo, con el riesgo de caer en la cursilería, que ese tal Carlitos es el mismísimo José Emilio Pacheco revelándonos su secreto amoroso.
En el último día del mundo diré tu nombre (¿habla de ti, Mariana?), es lo que se le oía decir quedito y despacio a un José Emilio de párpados cansados que transitaba gris por los pasillos de las entrevistas, entre los rincones de sus poemarios apilados en todas las librerías, en las aristas de sus frases que sueltan verdades dolorosas como la pérdida de lo perdido, como la vejez que no arranca la memoria.
No hay mejor nombre para un gato que Carlitos.
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