Compiladora Delia Juárez G. / Antología de relatos / Editorial Cal y Arena /
Reunidos por primera vez en un libro, 53 escritores mexicanos cuentan la forma en que enfrentan el misterio de la creación.
Desde niña me gusta escribir. En casa había una máquina Olivetti eléctrica y redactaba ahí mis primeras notas policiacas. Parecería que de mayor sería periodista y, si bien estudié Comunicación enfocado al periodismo y trabajé para un par de periódicos, nunca llamó mi atención ir tras la verdad. Renuncié antes de empezar, aunque siguieron las notas ficcionales y las crónicas de cocina.
Como muchos de estos fabulosos escritores, escribo por necesidad, pero, a diferencia de ellos, no tengo un libro publicado bajo ninguna editorial, aunque sí mucho material en el cajón del escritorio que mi diseñadora ya se está encargando de ponerlo “en bonito” para ver si un día me decido presentarlo al mundo. Me dedico a editar y es una labor dolorosa y fantástica de la que un día les platicaré.
Al leer a estos 53 autores, algunos conocidos personalmente como Mónica Lavin o Antonio Ramos, y otros sólo por sus obras como Ángeles Mastretta, Enrique Serna o Bruno Estañol, o aquellos de moda como Xavier Velasco y Guillermo Fadanelli, uno descubre lo que siempre ha sabido, no hay técnicas de escritura, hay ideas, y ningún taller te dirá cómo acomodarte para escribir, si acaso esas clases en centros culturales aventarán unas chispitas de luz, pero es parte del trabajo del escritor encontrar su propio ritual.
Algunos cuentan, como la fresa de Carmen Boullosa que necesita su pluma Mont-Blanc, sin ella, las palabras no surten, mientras que Ana Clavel se acomoda bien con una bic desechable, pero eso sí, debe estar bien acompañada de un expreso por las mañanas. Carlos Velázquez, por otro lado, escucha uno que otro corrido para entrar en materia, mientras que Enrique Serna se echa una cajetilla de cigarrillos durante sus horas de desvelo, a la vez que la atenea Sabina Berman escribe sin metáforas en una mesa real y concreta. Y así… uno se va enterando a través de esta antología de que no hay una forma correcta de escribir. Algunos aman el desorden, otros lo provocan, otros lo limpian. Otros necesitan silencio y otros el mundanal ruido. Sin embargo, todos coinciden en una cosa caliente; el café.
Mi madre me compró una laptop roja que tardó casi 18 meses en pagar. Yo quería una simple portátil negra genérica que pudiera hacer mía en unos pocos meses sin intereses. Pero Celia, con su estrafalaria emoción por invitar cosas nuevas, me regaló esa máquina con la que aún no logro y no lograré conexión alguna. Se supone que la tengo para escribir, de verdad escribir y no mezclar trabajo con la pc de escritorio.
He ahí lo que uno descubre cuando se van a tantos talleres, que no hay método ni computadoras mágicas. De cada quien depende cómo se dé ese momento personal e íntimo de la escritura. Yo, por lo tanto, seguiré buscando entrar al mundo de las historias. Por ahora, lo que sé de mi ritual, es que todo lo escribo en hojitas desmembradas debido a lo poco que logro ver cuando las garzas que habitan en mi cabeza se mueven de sus jardines acuáticos. Vivo historias todo el tiempo. Pero aún no logro que mis habitantes ovíparos migren a otras imaginaciones. Sin embargo, leer la forma en que enfrentan el misterio de la creación estos 53 tundeteclas, me hace pensar que todo es posible.