Fabio Morábito / Novela / Sexto Piso /
Mucho se dice sobre separar la realidad de la ficción y, mucho se dice también que la ficción nunca podrá ser superada por la realidad. La literatura tiene ese halo inexplicable que, si bien es una mezcla de imaginación y experiencia de quien la escribe, también es cierto que sus lectores pueden encontrar entre líneas figuras que de pronto aparecen en el andar cotidiano.
Esta es la segunda —por no decir tercera— vez que vivo un acontecimiento real provocado por la literatura. La primera vez —por no decir segunda— fue con la novela IQ84 de Haruki Murakami, donde la protagonista, Aomame, al ver hacia el cielo, notó que había dos lunas colocadas sobre la noche, indicativo de que se encontraba en un mundo paralelo.
Mientras leía esa parte de la novela, yo estaba echada sobre la cama un sábado por la madrugada, de pronto, también quise ver la luna, ver lo que Murakami pudo haber pensado al decidir que en su maravillosa historia habría dos satélites para advertir a los personajes y a sus lectores que se había cruzado el portal del tiempo. Pues bien, yo hice lo mismo, miré y me encontré, por unos segundos, en ese más allá. ¡Veía dos lunas! Me tallé los ojos y, por un momento, toda mi realidad se volvió ajena. ¿Existía? Me cuestioné. Después descubrí que no miraba en sí por la ventana, sino a través del espejo que tenía al lado de la cama que, por algún efecto óptico que no sé explicar, duplicaba a la luna. ¡Eso es!, me dije, así funciona la inspiración.
Muchos años después, me refiero al ahora, me encuentro con el libro de Fabio Morábito, El lector a domicilio. Está dedicado a Luis y a mí. Su letra es holgada y azul. El autor tiene esa energía calma que hace que uno lo escuche y se olvide del mundo, después él ríe, y los demás reímos. En la presentación, que fue en la Biblioteca Central de la UNAM, a la cual llegamos sin agenda, nos quedamos para conocer el arranque de esa historia, sin saber todavía si coincidiríamos con su creador.
Primero la empezó Luis, luego seguí yo. Novela rápida, ligera, cuyo protagonista vive en la ciudad de la Eterna Primavera y la odia en secreto porque tiene muchas albercas vacías. Es dueño de una mueblería e hijo de un padre muy enfermo. A causa de un delito, lo condenan a leer a domicilio; un programa que dirige un cura y que, por su labor de cura, todos los oyentes resultan, de alguna manera, discapacitados.
Las peripecias son entretenidas, harto visuales y uno no para de reír con los diálogos; tan humanos y cercanos que dan ganas de seguir leyendo y no terminar. Pero uno, como mirón de todo lo que no debe —así describo a los lectores entregados—, devora cada detalle porque sabe que algo ha de encontrar dentro de esas letras; recuerdos, señales, esperanza, identidad. Yo encontré.
Hace años, muchos, cuando era niña, mi mamá y mis hermanas sólo sabíamos llegar a un mercado en la colonia Legaria. Era toda nuestra distracción. Nos daba miedo la enorme Ciudad de México. Ahora hasta me sé subir al segundo piso de Periférico y entiendo la diferencia entre Naucalpan y Tlalpan. En fin… mi madre, siempre vanidosa, no sólo quería lucir unas hijitas vestidas con bordado español y el rostro propio de una esposa dedicada, su hogar también tenía que hacer tono, así que en pleno mercado nos encontramos con una mueblería a la que Celia se aferró para adornar su casa.
Era una mueblería cualesquiera, con muebles cualesquiera que para nada se parecían a un Pergo o esos lugares fancys que hay en las plazas comerciales, pero lejos estábamos de ese universo, así que no había de qué preocuparse. Ahora que retomo dichos espacios con Luis, después de más de 25 años de alejarme de esas banquetas, vi que la mueblería aún sigue, con sus enormes cristales y sus pasillos oscuros mostrando sus literas y vitrinas de latón.
—¡Esa es la mueblería de Eduardo! —Le dije emocionada a Luis. Bien podía ver salir al personaje principal de ahí para irse a un Sanborns a comer sus bísquets con mermelada y dejar a Jaime, el encargado, colocar las ofertas en cartulina fosforescente. Sonreí para dentro y para fuera, como cuando vi las lunas de Murakami y supe en carne viva lo que sintió Aomame. De pronto, entre la multitud, me percaté de que estaba en la búsqueda de Ofelia, su hermana, o de Celeste, la mujer que cuidaba a su padre. Y me recordé de otro personaje al que sólo se le nombra pero no existe; Isabel Fraire, quien fuera una poeta enorme y poco reconocida que gustaba hablar de la piel.
¿Cuándo una mueblería con la poesía? Pues cuando Morábito, ese hijo de Alejandría que decidió quedarse en México desde los 15 años para escribir y explorar la primavera eterna en una ciudad que parece una promesa, pero resulta toda una decepción, llevó el libro de la desconocida a la mueblería, e hizo que Eduardo se echara a leer en un sillón nuevecito a expensas de los ojos castigadores de su empleado, que ante su ética de dependiente, nunca uno, por más dueño que sea, puede usar el inventario que está a la venta.
¿Qué si la realidad supera la ficción? No lo sé, pero no hay mejor realidad cuando la ficción se cuela y nos hace ver que todos esos personajes, con sus mueblerías y sus ciudades tóxicas, no están tan lejos de lo tangible y de la poesía.