Palabrología

Virgilio Ortega / Ensayo / Editorial CRÍTICA /

Captura de Pantalla 2019-08-18 a la(s) 20.03.17Hablar sobre las palabras es un tema abundante y apasionado. Desearía tener memoria infinita para revelar esos secretos que uno descubre mientras las palabras van contando su historia, pero la memoria no me alcanza, la memoria se me borra pese a mis esfuerzos por mantener a salvo el conocimiento de los significados.

En el libro se encuentran, gracias a la recopilación de Virgilio Ortega, cientos de etimologías que explican porqué las palabras se llaman como se llaman y de qué parte del mundo provienen. Recordemos que la palabra es sólo un poco más joven que la humanidad, pues hubo un tiempo, cuando sólo sabíamos hacer sonidos guturales, que nos alcanzaba con señalar el “allá” para mostrar algo, pero la verdad es que no nos quedaríamos ahí, como simples neandertales señaladores. Necesitábamos algo más complejo. Con la “dominación” del fuego, la vida sedentaria, la dieta carnívora y los alimentos cocidos, nuestro cerebro se expandió y con ello empezaron a surgir las primeras palabras y una que otra civilización con esquinas. ¡Ya no hacíamos sólo sonidos apelativos! Dentro de esa vocalización primitiva se construía un concepto, una idea, una hermosa simbología que habilitaba tanto lo emocional como lo práctico en el Homo sapiens.

En las primeras páginas, el autor nos dice que la identidad de la palabra está en su etimología —étymos, que significa verdadero; “auténtico”, y del sustantivo logos, “palabra”—, o sea, la etimología es la verdadera palabra, la palabra auténtica. Porque conocer la etimología de una palabra desentraña su “sentido verdadero”. Y al revés: desconocer su etimología equivale a desconocerla a ella.

Nuestras palabras castellanas; castellano, tierra de castillos, tienen su origen en el antiguo y misterioso Egipto. De esta cultura inmensa tenemos palabras como el nombre propio femenino Sara, que significa hija de Ra —hija del Sol—. Otro nombre propio que nos llega de la casta faraónica es Isidro. Significa hijo de Isis, quien fuera una diosa que tenía el don de transformar la muerte en vida.

Es bien sabido que griegos y egipcios compartían conocimientos, se querían lo suficiente como para intercambiar pensadores y algunos que otros acuerdos comerciales. La palabra acuerdo viene de “acorde” que, más que un conjunto de sonidos afinados, significa pactar con el corazón. Cuando los romanos los “invadieron”, el griego fue quedando de lado para dar pauta al latín inculto, de ahí las lenguas romances y, posteriormente, nuestro español, de Hispania, que ya contaba con algunas herencias árabes como chisme, jirafa, aceituna, alquimia y Dios quiera mediante el ojalá.

Algunas palabras griegas que usamos con cotidianidad son teatro, que era el lugar desde el que se contemplaba el espectáculo —spectaculum; lo que se mira—. Ahora el teatro es un arte y desde donde uno contempla se llaman gradas. Los políticos junto con la política es iniciativa griega. Y el político es el que se encarga de los asuntos de la polis. Polis es igual a pueblo, lo que los romanos llamarían vulgo, pero no por ello denominaron a sus repúblicas, re-vulgo.

Para nosotros, en nuestro viviente español, un idiota es alguien con poca inteligencia, para los antiguos helénicos era alguien que no quería participar en la actividad pública o política. Por lo que se alejaba y, si de plano seguía muy solitario, de idiota pasaba a misántropo, cuyo significado es desprecio por el hombre y la mujer, o sea, la humanidad.

Tristemente las féminas tenemos una palabra grotesca emitida por todos aquellos que no nos quieren; misoginia. En las oikos —casas— de los dominus —señores privilegiados— había un gyneceo, y era el lugar donde habitaban las gynaikes (mujeres). Ellas, las mulieres (sexo débil por significar aguado), no tenían permitido transitar por ningún lugar público o privado donde hubiera hombres. El gyneceo también la hacía de estancia de génesis —de ahí ginecología—, donde las futuras madres parían la genealogía con su herencia genética desvalida. Pero, ¿y si mejor dejamos el pasado en su lugar y desde ahora practicamos la genofilia (amor a la mujer) y todos nos hacemos filántropos (amor al hombre)?

Como decía, los romanos llegaron con sus armaduras, de ahí la palabra armario, donde se guardan las armas, pero ahora, nosotros guardamos las ropas. Lo tomaron todo, hasta sus dioses, Atenea se convirtió en Minerva, Artemisa en Selene, el mismísimo Zeus en Júpiter y Cronos, el dios del tiempo, de ahí cronómetro, en Saturno. Los romanos tenían una fe que se vendía al mejor postor, por lo que dejaron su politeísmo y migraron al monoteísmo; así fue como se hicieron cristianos, por lo que algunos dioses tuvieron que agonizar y otros se adaptaron. Otra vez llegaría un cambio de nombres.

La caída de Constantinopla dio inicio a la Edad Media y el oscurantismo se instaló. Aunque se dice que no pasó mucho por esos mil y tantos años, la verdad es que nacieron muchas palabras, como negocio de nec otium, que significa “lo que no es ocio”; madrugar; darse prisa, perfecto de perfectus; lo que está totalmente acabado y pontífice, que es el prelado supremo de la iglesia católica y cuyo significado proviene de la humildad de cuidar puentes. El pontífice es el puente entre Diosito y la iglesia, que dicho en el latín elegante es ecclesia, por eso la lectura del Eclesiastés.

El español es un dialecto del latín que después se aventuró a vivir su propia vida. Hoy en día tenemos palabras que si los antiguos hombres y mujeres nos escucharan, entenderían sólo fragmentos de lo que decimos; a ellos no les tocó conocer el teléfono, que significa sonido lejano, o la palabra amusia, que es la incapacidad de reconocer tonos musicales y ni hablemos de las flores con su nombre científico… eso de ponerles etiquetas como Rosa damascena peculiaris estaba fuera de su concepción del mundo. La clasificación del universum vegetal, animal y mineral se dio hasta 1753.

De entre todos los avances tecnológicos que se hacen día a día, qué lindo sería tener un dispositivo en mi cabeza para recordar todas las palabras y sus etimologías e ir archivando las palabras nacientes. El idioma español tiene un aproximado de 88 mil palabras, algunas ya en completo desuso como alipuz, muina o ganapán y otras muy nuevas como bioenergía, postmodernidad o gay.

Por ahora me resta brindar oración a la mismísima diosa de la memoria; la gran Mnemósine, madre de las nueve musas, que viven, cómodamente, en el museo, para resguardar en mis neuronas todo contenido posible.

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