Thérèse Encrenaz / Divulgación científica / Editorial Siglo XXI
$125MXN / 114 págs / Feria Colegio de México
Quién diría que nuestro sistema solar tiene un sol de edad mediana que oscila entre los 4 mil 550 millones de años, ocho planetas, de los cuales tenemos los telúricos y los gigantes, 25 satélites naturales, 10 asteroides, un cinturón asteroidal donde albergan uno que otro errante enano y un planetoide llamado Plutón, que fue destronado en 2006 porque no cumple con el check list para ser todo un señor planeta.
Desde pequeña tengo fascinación por el Universo, ese gran espacio que se presume infinito, oscuro y terriblemente frío ha cautivado mi atención por horas. Mucho del tiempo de mi infancia lo dediqué —sin querer— a estar montada en un auto camino a un nuevo lugar para vivir. Las mudanzas fueron parte de nuestra crianza. Mi padre prefería salir de noche para que el viaje se nos hiciera menos pesado. Mientras el sueño llegaba acompañado del silencio de la oscuridad, el arrullo del motor de velocidades estándar y la incertidumbre, yo miraba hacia el cielo por la ventana del carro. Las estrellas se veían más nítidas y completas. Conocí las fases de la luna y no me quedaba claro cómo era que un conejo habitaba en ese lugar sin iluminación propia. La verdad es que no me creía el cuento del conejo, pero me gustaba escuchar a mi madre contar la historia con su acento boreal.
Con la llegada de la televisión por cable pude ver una serie dirigida por el astrónomo y divulgador científico Carl Sagan. Después, le pidieron a Violeta, para su clase de música, el libro de Cosmos (1990) que yo aproveché y conservo como un tesoro. Debo advertir que he visto una veintena de veces el video Un punto azul pálido (1994) donde él explica no sólo nuestra brevedad en el tiempo y en el incomprensible infinito, sino que es el único mundo que conocemos y donde todo, todo lo humano, sucede únicamente ahí, en una espora llamada Tierra.
Existen otros astrónomos geniales que también se dedican a la divulgación científica como el astrofísico Neil deGrasse Tyson, quien popularizó la frase “hay más estrellas en el Universo que granos de arena en las playas del mundo” y que usamos ya no como verdad científica, sino parte de lo cotidiano.
Si bien es uno de los divulgadores más famosos, casi un rockstar y lo hace muy bien pues le gusta la atención y estar frente a las cámaras de televisión, en la feria del libro del Colegio de México me encontré, en medio de temas de sociología y género, una joyita de Thérèse Encrenaz, una astrónoma y matemática francesa especialista en atmósferas planetarias. Es autora de una decena de libros, entre ellos El Sistema Solar (2001) que, con un poco más de cien páginas, describe las características de los planetas, el Sol, los cometas, los asteroides, los meteoros, los satélites y el polvo interplanetario.
Sagan hizo reflexionar a sus lectores de que todo lo que habita en el planeta [Tierra] está compuesto de polvo de estrellas. Thérèse, desde su posible autismo, explica, con tímida seguridad, que en el sistema solar no hay más vida que en nuestro planeta. Esa tercera roca que tuvo la suerte de tener las condiciones necesarias para que la atmósfera, con su gran cantidad de oxígeno molecular, gracias a la fotosíntesis de los primeros organismos vivos, se convirtiera en el vientre para albergar excéntricas formas de existencia y sobresalir de sus hermanos, que yacen catatónicos por una diferencia mínima de grados comparados con la temperatura terrestre y otros detalles como el tipo de órbita o por su composición gaseosa, lo que indica que no hay firmeza más que en un lejano y cadavérico núcleo que habita en los abismos más inimaginables de la mente humana. ¿Algún otro mamífero podrá imaginar cosas del espacio?
Volvamos a la luna y al conejo que alberga en su centro. Ese conejo, que no es un conejo, es una mancha provocada por los constantes golpes que ha recibido la luna en los últimos 4.53 millones de años por el bombardeo meteórico. Aunque pensamos que la luna sólo se encarga de las mareas y de afectar el ciclo menstrual de las mujeres, ha hecho mucho más por la Tierra. Ese pequeño satélite, de ¼ del tamaño de nuestro planeta, regula los climas, lo que nos permite habitar en un ambiente predecible que logra la evolución de todo lo que habita dentro. En Marte, por ejemplo, las constantes tormentas de arena hacen imposible que la vida suceda y, aunque sí, tiene agua, pero no en estado líquido, sino en algo llamado permafrost, pasarán millones de años para que esa agüita se derrita y tenga las condiciones para albergar vida y, bueno, sus dos satélites no están muy dispuestos a colaborar. Venus, el segundo planeta del sistema cuya gran desventaja es que está cerca del Sol, vive en un constante efecto invernadero y no tiene luna. Se cree que ese planeta, llamado así por la diosa del amors y su color rosáceo, pudo haber sido fértil hace un incontable número de millones de años y que ese cuerpo flotante que vemos ahora, es el reflejo de nuestra Tierra si no contenemos todos los gases nocivos que provocamos por creernos lo señores de todo.
Encrenaz, en efecto, dice que no hay vida en nuestro sistema solar, pero no niega la posibilidad de que haya vida en otras galaxias, pues recordemos que nuestro sistema, denominado Vía Láctea, es uno de los cien mil millones de soles y cada sol tiene su séquito de planetas y cada planeta, telúrico o gaseoso, rápido o lento en su velocidad orbital, tiene características tan únicas que podríamos recibir, si es que no nos extinguimos antes, la noticia de que sí hay vida inteligente en otros lugares de las cuatro dimensiones del espacio-tiempo.
Alguna vez mi papá trajo de su trabajo unos binoculares de muy alta calidad que permitían no sólo ver en la oscuridad, sino que sus lentes eran de verdad potentes. Mis hermanas y yo, habitantes de un sexto piso y con la curiosidad expresa sobre la vida extraterrestre, tomamos sin permiso esos lentes y nos pusimos a ver por la ventana el espacio. Logré ver la luna, atestigüé algunos de sus cráteres acompañada de su textura rugosa y gris. Es hermosa con todo y su paño. Me gusta no ponerle metáforas. Me gusta que la luna tenga una corteza fría de magnesio y silicio y que nunca, nunca, podamos verle el segundo rostro, porque tarda lo mismo en orbitar sobre sí misma que en dar la vuelta al rededor de la Tierra. ¿No es encantadora?
Ante la belleza inexplicable de lo que pasa allá arriba, donde el sonido existe pero no puede ser percibido por el oído humano, sólo queda la humildad de apreciar y descubrir, pero temo que el hombre, conquistador y capitalista, no explora para jactarse de la belleza del Universo y del conocimiento en sí mismo, sino para lucrar en nombre del bien común.
Nuestro sistema solar tiene un sol de edad mediana, ocho planetas de los cuales tenemos los telúricos y los gigantes, 25 satélites naturales, 10 asteroides y un cinturón asteroidal donde albergan uno que otro errante enano. La Tierra es, hasta ahora, el único hogar posible.
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