La Jaula de la Melancolía

Captura de Pantalla 2019-10-20 a la(s) 15.53.17Roger Bartra / Ensayo / Editorial DEBOLSILLO /

La primera vez que leí La Jaula de la Melancolía (1987) cursaba la licenciatura, allá por el 2006. Si bien ya estaba fascinada con El Laberinto de la Soledad (1950) de Octavio Paz, leer a Roger Bartra, quien es mucho más actual, me ayudó a abrir los ojos y ver desde lo profundo al mexicano y mi mexicanidad.

Es indudable que El Laberinto de la Soledad es un ensayo exquisito que, considero, debería ser una lectura obligada para todos los mexicanos, pero, por otro lado, La Jaula de la Melancolía posee una explicación taciturna de lo que somos colectiva e individualmente: seres melancólicos, criaturas que corren lento, con una dulzura amarga que nos hace decir “sí” a todo porque el “no” es una palabra finita que nos hiere. Vivimos —pese a las fiestas y su ruido— en un intenso deseo de soledad. De no ser o de ser otro. ¿Dónde yace nuestra identificación?

Bartra dice que los mexicanos nos decimos orgullosamente mexicanos y que chingue su madre quien nos lleve la contra, pero en la realidad —esa que nos negamos a ver— es que carecemos de pistas sobre lo que significa nuestra “raza”, por tanto nos queda el lenguaje, un código lleno de peladeces y cantinflerías que intenta rescatar un mestizaje dolorido, producto de una madre chingada que sabe cómo chingar a sus hijos para que se hagan chingones, que no es otra cosa más que la constante tensión de haber sido subyugados, obligados a nacer cuando aún debíamos permanecer en el vientre de nuestra verdadera tonantzin; Cihuacóatl, y no la madre criolla de piel morena que impusieron los españoles y que, con toda nuestra ignorancia y nuestra intuición mutilada, adoramos y adoraremos hasta el fin de los tiempos o hasta que nos llegue otra conquista con nuevos símbolos. Somos los hijos bastardos de la virgen, o bien, para no robarle su pureza que tantas muertes causó por el siglo XVI, nos conformamos con ser los hijos adoptivos que ella protege bajo su manto.

Somos mexicanos sin madre —literal y metafóricamente, aunque eso de lo literal y lo metafórico no tiene mucho sentido para nosotros—, nacidos fuera del tiempo, por eso la impuntualidad. Lejos estamos de haber sido planeados, por eso nuestra burla y la broma constante para imprudenciar todo acto solemne. La única forma para constatar nuestra existencia es mediante el chiste, el albur, el doble sentido, la ofensa.

El autor, quien es antropólogo, sociólogo, miembro de la academia mexicana de la lengua y además vende esquites los domingos —con chile del que pica y del que no pica—, nos compara con el extraordinario axolote; anfibio de aguas dulces y mugrientas que se resiste a la metamorfosis. Este animalejo prefiere vivir en estado de larva antes que florecer en una maravillosa salamandra. Así México y sus mexicanos, pausados en el crepúsculo, en medio del camino para llevar a cabo la verdadera independencia.

Y aquí estamos, héroes agachados de juventud acuática con un destino de fuego que nos da miedo tomar. No detentamos porque la posesión nos compromete y el compromiso es ajeno a la naturaleza axolotera. Más bien nos adaptamos a un mañana que nunca viene, pues el mexicano no tiene lugar y, en ese no tiene lugar, sabe morir como los meros machos y las verdaderas hembras, ya que no le teme a la calaca, la festeja y la viste de colores. La muerte como regalo después de habitar una vida incomprensible.

Esta es mi segunda lectura de la Jaula de la Melancolía. Han pasado 13 años y lo que alguna vez leí en un libro de hojas recicladas, ahora lo leo en un iPad y con una aplicación que me hace sentir que leo un libro. Subrayo ya no con una pluma, sino con el dígito de mi dedo. Pero subrayo lo mismo. Los mismos párrafos, hago las mismas notas. No he cambiado, soy un axolote. Cambio los medios, cambia mi cuerpo, pero sigo siendo esa mestiza melancólica que le asusta la vida, que se ríe de lo que no entiende y que se llena de valor por dos segundos para, luego, regresar a su sueño de larva primitiva.

He luchado algunas batallas, he perdido más de lo que he ganado, y lo que he ganado, lo he ganado bien. Pero, ¿cuántas batallas más para enfrentar la guerra? —No hay guerra, Melissa —me digo—. En México no hay guerra, hay conquista, hay batallas, hay miedo.

Nadie, que somos todos, está listo para la guerra en contra de lo que nos minimiza. Es la ignorancia, tan bonita toda ella, la que cada día nos motiva a la corrupción, cuya filosofía es quitar de a poquito, a la simulación del sí hice, a las ganas de dormir cinco minutos más y que el mundo espere, a la amabilidad como disfraz y a la excepción que yace en el “ahorita”. Esa guerra, si se hace, la harán los otros mexicanos, los que no son de aquí.

El ensayo es bello, bello por todos lados, tanto, que me dan ganas de salir a las calles y levantar una manifestación para gritar todo lo que México tiene mal, pero luego descubro que México es sus mexicanos. Entonces, ¿cómo cambiar toda esta cultura que presumimos a los cuatro vientos, pero que no para de llorar porque ella misma se lastima?

México, primer lugar en obesidad, primer lugar en maltrato infantil, primer lugar en feminicidios, primer lugar en ser una sociedad violenta, último lugar en nivel educativo. Así nuestra independencia, así las consecuencias de la Revolución de 1910.

Sí, todos tenemos la capacidad de cambiar el mundo, pero parece ser que los axolotes y las axolotas hoy no tienen ganas. El hoy es el tiempo perpetuo de las larvas. Ya será mañana, mañanita y si hace sol.

La ventaja del mañana, es que no existe.

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