Historias de Salvajes

Roger Bartra / Ensayo Editoiral Siglo XXI /

Captura de Pantalla 2019-10-29 a la(s) 23.42.07Para personalidades dedicadas al entretenimiento como Enrique Bunbury, Tiziano Ferro, Leonardo DiCaprio, el mismísimo Elvis y el diseñador Tommy Hilfiger, la mujer mexicana lejos está de los estándares de belleza de la cultura dominante, que no es otro que el de ser flaca, alta, blanca, de cabello y ojos claros, lampiña, piernas largas sin caderas y, como diría mi madre, de piel nerviuda al ver sorprendida las rodillas de Angelina Jolie.

Aunque la diversidad racial es notoria en nuestro país, el estereotipo de la mujer promedio mexicana es de complexión rellena, chaparrita, de caderas anchas, de piel morena, ojos oscuros, cabello castaño, nariz chata, boca frondosa, ceja abundante y bigotito bien puesto. Unas tenemos más menos pigmentos, más menos estatura, más menos ceja o más menos nalga, sin embargo, lo que los “otros”, por no decir los “extranjeros” marcan como feo, es nuestra mestiza pilosidad. La mujer mexicana aguarda vellosidad en la frente, las mejillas, la zona de las patillas, brazos y piernas.

La peludés, indica Roger Bartra en sus Historias de Salvajes (2017), se relaciona con lo primitivo. Y qué es lo primitivo sino el lado irracional, por no decir inconsciente, de la civilidad. Por eso todo lo que se muestra hirsuto (peludo) nos da espanto, en particular a las sociedades europeas, que son quienes desde hace siglos se construyeron el mito de lo salvaje al conquistar nuevos territorios. Pareciera que ellos, los europeos, ignoran su propios pelos.

Con ese territorio y con esa conquista, comerciaron y exhibieron por el mundo culto a indios de América del Norte como los tohome, chatot, calusa o yamasee. Los presentaban semidesnudos y encadenados en circos itinerantes para mostrar al refinado público que aún quedaban eslabones perdidos de la cadena evolutiva; hombres de cabellera espesa que les llegaba hasta la cintura y mujeres con vellos en los pezones que no sólo vivían en chozas hechas de piel de animal, sino que tenían diferentes lenguas y que, además, les inventaron que comían carne humana y sacrificaban a niños pequeños a sus dioses para rogar por la lluvia. Estos caballeros de negocios, dedicados al espectáculo de lo sauvage, incluso presentaban princesas amerindias de Luisiana, que, al ser mujeres jóvenes y hermosas con pelos en las axilas, —como si esto fuera antifemenino—, el show no sólo se quedaba en la observación, por un par de monedas extra se podía arreglar un encuentro ¿salvaje? Sí, de parte del violador ilustrado.

De África, estos conquistadores de epidermis nívea exportaron negros como si se tratara de papayas. Uno de los casos más célebres fue la llamada Venus Hotentote, una mujer que padecía esteatopigia (gran acumulación de grasa en las nalgas). Esta esclava, bautizada como Sara en el margen occidental, viajó en contra de su voluntad por toda Europa como una curiosidad científica y un objeto sexual exótico mostrando su trasero y su vulva a todo aquel que pagara una “justa” cantidad por ver más de cerca. Al morir, sus enormes glúteos fueron cortados y examinados meticulosamente por los doctores de la época, que más que rigor científico, construían una serie de fantasías sobre la forma de los cuerpos, afirmando que ellos, los europeos, eran la humanidad más civilizada dada sus proporciones estéticas y su vellosidad, sobre todo la femenina, que al ser tenue y suave, sus zonas pudendas recogían cierta gracia comparada con la de las mujeres de ébano. Estos ilustrados del siglo XIX creían en la frenología, una pseudociencia que estudia la métrica del cuerpo y define la personalidad. Eso, asegún, los acercaba más a Dios.

Los mexicanos no nos salvamos de ser expuestos por el viejo continente. Incluso, un explorador cuyo nombre no vale la pena mencionar, al viajar a México a principios del siglo XX y convivir “afectuosamente” con grupos indígenas, mandó a Europa los dibujos que los niñitos de esas comunidades hacían representando su realidad. Se montaron varias exposiciones y obvio, fue un éxito. ¡Los primitivos pueden dibujar! ¡Los salvajes pueden crear una línea recta!

Y… usando ya un poco mi propia asociación histórica, creo que esos niñitos cuyos dibujos llegaron a todas las galerías de París, dieron paso a la corriente artística llamada Primitivismo, donde artistas como Picasso, Gauguin —quien hizo el ridículo al desembarcar en Haití vestido de salvaje—, Matisse, Klee, Miró, entre muchos otros, descubrieron que a través de la geometría, la angulosidad, la desnudez sin pudor, los colores crudos, el supuesto vibrato del pincel y la aparente desproporción, se creaba un movimiento que defendía la perspectiva múltiple y lo natural, que no es lo mismo que la naturaleza.

Y entonces el mito de lo salvaje retoma su viejo auge. Surge un nuevo comercio: el circo de los freaks, donde ahora se muestran hombres y mujeres con deformidades físicas, como gemelos microcefálicos, enanos primordiales, jorobados, hombres de muy alta estatura y aquí, entra —una vez más— lo peludo con las fantásticas mujeres-lobo o mujeres-gorila, todo dependía del hacedor de copys de folletos de ese tiempo. Mujer-mono fue otro mote para la vellosidad.

México se corona, y lo digo orgullosamente, como la cuna de la fémina más fea del mundo: Doña Julia Pastrana, una norteña que vivió sólo 26 años y medía poco menos de 1.50 centímetros de estatura. Ella nació en 1836 con una condición llamada hipertricosis congénita universalis —exceso de pilosidad en todo su cuerpo a excepción de las palmas de las manos, las plantas de los pies y la zona de los ojos— y displasia gengival, que hacía que su quijada fuera más prominente de lo normal.

Su vida fue una verdadera tragedia de explotación, sin embargo, cuando fallece al dar a luz a un bebé con su misma condición que vive muy poco tiempo, su cuerpo fue momificado a petición de su esposo, un gringo que la compró a un gobernador mexicano, la subió a un escenario para que bailara y cantara para así «administrar» las ganancias que doña Julita obtenía por sus presentaciones. No contento con la pérdida de su mujer y su hijo, vio la oportunidad de lucrar con sus restos sin apenas haber cumplido un tiempo considerable de luto.

Su cuerpo momificado fue lindamente ataviado con un vestido de costura ruso para que se mostraran brazos, piernas y pantorrillas. Su cadáver viajó por el mundo mediante ferias, teatros y circos, incluso estuvo resguardada por años en un museo de corte médico, hasta que en 2013 una artista mexicana, quien se enteró de la historia, no hizo menos que reclamarle a los noruegos su regreso argumentando dignidad. Ya en México, a la Pastrana se le cambió la ropa y se le vistió con un huipil hecho a mano. La sepultaron muchos metros bajo tierra con una sólida capa de cemento para que su cuerpo, nunca más, y después de más de 100 años de nomadismo, vuelva a ser profanado.

De Julia, la mujer horripilante, la mujer peluda que de inmediato era juzgada por su apariencia, se dice era una joven dulce y amable. De agradable voz y siempre con un bordado pendiente en mano. Ella fue una sensación por representar el primitivismo, esa idea del europeo que nos ha llegado y que hemos traducido, junto con ellos, de que lo peludo es malo o sucio o feo. Julia fue la conexión imaginaria del prehombre con el hombre. Y así, como una maravilla se le trató, pero no por ser bonita —lejísimos estaba de la belleza caucásica o de cualquier otro tipo de belleza—, no por ser blanca —su piel morena y gruesa reafirmó más su animalidad—, no por ser lampiña —su hirsutismo la condenó hasta después de fallecida—, sino por ser diferente.

La híbrido maravillosa, como decía su jaula con letras rojas bien redondeadas, vivió el encierro y la soledad más profunda, acostumbrada a recibir sólo miradas morbosas que la dejaban sin descanso, sin que nadie se diera el tiempo de descubrir que detrás de esos pelos y ojos brillantes no había una salvaje, sino una mujer desafortunada, como lo dijera tristemente Darwin cuando analizó su caso.

El miedo a lo primitivo aún no acaba, se manifiesta en el consumo de rastrillos, ceras, cremas depiladoras, máquinas que quitan hasta los pelitos de la nariz y personajes que, si bien no nos damos cuenta, siguen siendo parte del circo de los freaks. ¿Qué le pasa a la historia de Tarzán que Disney reproduce desde 1927? ¿O la de La Bella y la Bestia? ¿La Sirenita? Que al tener algo de animal, es considerada inferior y por eso se hace humana sin importar el costo. ¿Quién es el Pato Donald sino un humano salvaje domesticado o Mickey Mouse, una criatura antropomorfa cómicamente cruel y agresiva? ¿O Tribilín (Goofy), quien es un perro bípedo que viste ropa y tiene como mascota —irónicamente— a Pluto, un perro aparentemente “normal”?

¿Las mexicanas somos feas? No. Solamente somos pilosas de manera poco europea.

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