
Alberto Manguel / Ensayo / Editorial Fondo de Cultura Económica
Costo: 110MXN / Pasta blanda / Librerías Gandhi
Ante la propagación del coronavirus, las compras de pánico, la falsa información y la cuarentena, veo desde la comodidad de mis redes sociales cómo mis amiguis editores y contactos en general comparten publicaciones donde se invita, durante estos días de guardamiento, a coger un libro y leer.
Si bien la intención es buena y hasta bonita, hay algo en todo ello que me molesta. Pero, ¿qué es? Será que mi corta imaginación no me permite ver a mis compatriotas echados en el sillón leyendo un libro cuando tienen a su disposición un sinnúmero de alternativas para pasar el tiempo? ¿Por qué ahora, en este guardamiento “obligatorio” la lectura debe ser recomendada y no ayer, o en enero, cuando la rutina de todos nosotros no se había visto amenazada?
Los lectores somos criaturas anónimas y silenciosas. Rara vez se nos pregunta qué estamos leyendo y más raro aún, es que quien nos pregunte se interese por la repuesta. Es más fácil para casi cualquier curioso escuchar las peripecias de la película en turno y, si el emisor logró persuadirnos con los personajes, la trama o los efectos especiales, vamos al cine o bien, buscamos la película en Netflix. Eso no pasa con los libros.
Ante mi interés por la lectura y los agentes que intervienen en ella, el lector es la figura más olvidada quizá por su escasez o porque la industria editorial se mueve en un mundo que sólo se concibe a sí mismo. Sin embargo, no se debe negar que en estos tiempos globales sobran escritores y faltan lectores.
¿Qué o quién es el lector? ¿Lo somos todos por el hecho de saber leer? Esta pregunta se la hizo Manguel (Cómo Pinocho aprendió a Leer, 2017) y su investigación concluyó en un hermoso libro titulado El viajero, la torre y la larva (2014) donde muestra que el lector- lector, no el lector que lee la lista del súper, ha sido ridiculizado prácticamente desde que existen los libros.
¿Por qué? Por la suspensión de la vida. Nada se castiga más que suspender la vida en algo tan poco productivo y solitario como la lectura. Sé que los lectores-lectores no estarán de acuerdo. Yo tampoco lo estoy.
Desde hace más de dos mil años, el acto de leer literatura que no fuera religiosa se castigaba con el señalamiento de ser una persona que abraza la accedia, dicho en español, pereza. Todo aquel que leyera libros paganos gastaba su tiempo vital en viajes infértiles que no tenían puerto, pues la única palabra oral o escrita que valía era la de Dios. El mismo San Agustín confesó que en ocasiones, lleno de remordimiento, se daba unas horas para leer libros que no fueran místicos. Shakespeare, con todo y lo que lo admiramos, era cruel con el lector, lo catalogaba como una figura pasiva a la que le costaba entrar a la acción. El filósofo Antonio Gramsci se ufanaba al decir que los lectores-lectores sólo buscaban excusas para no cumplir con sus deberes, por lo que preferían perder el tiempo en la lectura que ocuparlo en tareas de carácter social que, además, beneficiarían a otros.
Leer es viajar, es una experiencia intelectual que también se vuelve una experiencia física; las manos dan vuelta a la página, las piernas prestan soporte al cuerpo, los ojos miran en busca de significado, los oídos vueltos al sonido de las palabras en nuestra mente. ¿Cuál suspensión? Lo que sí creo es que por una cuestión de instinto, al lector se le ve mal porque busca su tiempo en el aislamiento para la lectura y el ser humano necesita de la colectividad para garantizar su sobreviencia ante lo que sea que esté fuera de nuestro entorno.
En una conferencia universitaria, donde se me invitó a dar una charla para promocionar los beneficios de la lectura, una profesora interrumpió mi voz para decir que todos somos lectores porque todo el tiempo estamos leyendo. Ahora más que nunca se lee gracias al internet y a las redes sociales. Tanto el público como un consternado director de carrera pusieron sus ojos sobre mí, ¿qué iba a responder? Era claro que la audiencia coincidía con la maestra.
Sabía que esa pregunta llegaría. Siempre la hace el falso lector que quiere justificarse. Así que estaba preparada. Contesté, ya con el micrófono en mano, que una cosa es ser lector y otra estarlo. Ser lector es aquel que lee por placer, por curiosidad, por exploración, por autonomía. El estar lector es aquella silueta funcional que lee por instrumentación, por requisito, por deber.
El silencio se hizo aún más denso. La mayoría de los presentes eran lectores funcionales. A lo más, algunos se sinceraron y dijeron que sí, que leían porque era un medio, pero no el mapa para encontrar lo que sea que cada lector-lector busque en la lectura.
El lector-lector tanto se adentra al texto que, de las pocas anécdotas que existen sobre lectores, hay una donde Galileo, aún mortal y con 24 añitos, se le ocurrió leer La Divina Comedia (1321), quedó tan impactado, que presentó dos ponencias científicas sobre la situación y el tamaño del infierno basado en las descripciones de Dante. ¡Así de increíble es leer!
Sin embargo, dice Manguel ante las maravillas que ofrece la lectura, ¿por qué al lector-lector se le relaciona con una torre y peor, con una larva? La torre por hacer referencia a la torre de marfil, donde el lector se aísla y se olvida de los problemas del mundo, mundo en el que no participa y que, moralmente, debiera hacerlo; el lector como un ente autocensurable. La larva porque existe una polilla llamada la polilla de los libros (Anobium punctatum, 1665) que lo único que hace es comer y comer palabras, ensancharse de ellas, pero no por ello se hace más sabia… sigue siendo una insignificante larva. ¿Se entiende la metáfora? ¿Se permitirá aún hoy en día tal maltrato al lector? Existen nuevos motes como ratón de biblioteca o el necio de los libros que, de tanto leer, se le seca el cerebro y se queda loco… esta figura la representa Don Quijote como un obsesivo de la lectura.
Ser un lector-lector va más allá de una cuarentena provocada por un virus. No se trata de ponerse a leer porque no hay otra cosa qué hacer, siempre hay otra qué hacer. El lector-lector no se aparta de la vida, busca el tiempo, porque el tiempo de lo cotidiano no alcanza para leer, uno se hace ese tiempo. Así que no, amiguis editores, leer no es guardarse mientras pasa el apocalipsis, leer es estar en medio del mundo, en medio de nosotros mismos, que no hagamos ruido, eso, es otra cosa.