El pensamiento heterosexual y otros ensayos

Monique Wittig / Ensayo / Editorial EGALES /

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Captura de Pantalla 2020-08-31 a la(s) 11.36.56Desde muy joven decidí no casarme, tener mi propia casa, no ser mamá. No temerle a la vejez. Nunca me sentí realmente atraída por la vanidad de ser mujer; peinarse lindo, maquillarse lindo, quitarse los pelos del nasolabial, las cejas, depilarse, usar mascarillas, cuidar la ropa y amar el orden para tener un hombre que me diera protección y proveeduría. No significa que no lo intentara. Vengo de una cultura heteropatriarcal que me enseñó que si yo quería valer para mí misma, el otro me tenía que dar valor, por eso estuve linda, depilada, bien vestida y a como pude, bien peinada.

Recuerdo que una maestra en la secundaria nos decía que cuando las mujeres se casan deben levantarse más temprano que su esposo para arreglarse y así, cuando el hombre se despierte, una ya esté lista y disponible. Otra profesora en la preparatoria nos dijo a mis compañeras —todas mujeres— que durante el sexo hay que quedarse quieta, que al final ni se siente nada. Otro maestro, al que recuerdo con rencor y que daba matemáticas, decía que el acto amoroso era como limpiarse la cerilla de la oreja con un hisopo y otra más, en la primaria, me obligó a disculparme con un niño que me alzó la falda y al que yo le pegué. Por negarme hacerlo —a disculparme—, el castigo se duplicó, pues lo puso como mi pareja en el bailable folclórico. Ante la presión de un adulto y la invisibilidad del machismo por aquellas épocas, el sistema salió victorioso: me disculpé y así crecí, disculpándome muchas veces por ser mujer y culpando a otras mujeres porque al parecer, el hombre es hombre.

Podría llenar páginas y páginas de un montón de experiencias de ese tipo. Igual que todas mis hermanas. Ninguna nos hemos escapado. Aunque sí, sé que hay quienes hemos corrido con mayor suerte que otras. Algunas están muertas, desaparecidas o viven vidas infelices porque ya lo dijo la escritora Isabel Allende; Es mejor ser hombre que mujer, porque hasta el hombre más miserable tiene una mujer a la cual mandar.

Los tiempos están cambiando y aún falta mucho camino por recorrer y tropezar, porque no llega igual la información y la sororidad en las ciudades que en los pueblos, en las zonas marginadas, en las periferias de pobreza extrema. Porque aún quedan madres y abuelas que les hicieron creer que su vida es como la Luna, inferior al Sol, a la Tierra misma. Pero también sé que hay madres y abuelas que, aunque se quedaron cortas de educación, hablan con sus hijas y sus nietas y les dicen que sean valientes. Pues la mujer ha sido valiente desde el principio de la historia, historia que se nos ha negado.

Aclaro que este no es un proemio para acusar a los hombres, pero sí deben ser señaladas las faltas y hacer notar los privilegios para que entre todos podamos cambiar hacia una sociedad equitativa. Pero, más allá de la empatía, ¿es posible? ¿Es posible que un grupo con privilegios quiera deshacerse de ellos y reeducarse? Bien lo dijo Assata Shakur; Nadie en el mundo, nadie en la historia, ha conseguido su libertad apelando al sentido moral de sus opresores. So… nos toca a nosotras y sólo a nosotras enfrentar esta revolución de conciencias.

Ahora que hay más literatura sobre género disponible y las historias de princesas se están yendo a la mierda, me he puesto a leer un poco por aquí, un poco por allá, dándome cuenta que desde que tengo razón de mí soy feminista. Yo quería ser la solterona de las primas, era genial pensar en tener mi propio espacio —como bien lo decía Virginia Woolf— y no estar a merced de un hombre al que hay que tenerle la cena lista cuando llegue a la casa, quitarle las botas y ponerle las pantuflas. No puedo con eso, por lo que decidí que lo mejor era estar sola, pues las opciones de compañía eran en una relación donde yo tenía toda la desventaja. Lo siento, mamá.

En una de las tantas búsquedas que ofrecen un montón de principios, me encontré con Monique Wittig y sus ensayos. Más allá de su recorrido en la lucha por el feminismo y su orientación sexual, me atrajo un punto muy particular; defiende el lesbianismo desde la afirmación de que las lesbianas no son mujeres y aunque mis preferencias no son hacia mi mismo sexo, concuerdo totalmente con dicha postura. No me identifico con el concepto, palabra, sustantivo de mujer. Nunca he dicho soy una mujer así o asá. Uso más el término persona. Pero, ¿mujer? Cómo para qué. Pensemos en la carga que implica la palabra mujer. Ahí está toda nuestra historia no escrita.

Wittig comenta que la categoría del sexo es el producto de la sociedad heterosexual, en la cual los hombres se apropian de la reproducción y la producción de las mujeres, así como de sus personas físicas por medio de un contrato que se llama matrimonio. Y es que sí, todo este sistema está diseñado para que las mujeres sean visibles como seres sexuales e invisibles como seres sociales. Por eso las lesbianas no son mujeres, porque no entran en esta categoría de producción y reproducción a merced del grupo dominante. ¡Qué afortunadas!

Ahora, negarse a ser mujer, como yo lo he negado, no significa que quiera ser hombre, porque no lo soy. Sino que, más bien, me niego al papel de mujer que viene de una concepción económica, ideológica y política creada por los hombres. Yo no fui creada para servir a un hombre, aunque mi educación me ha hecho creer que sí y he caído un par de veces en la trampa. Dejemos atrás ese mito. Al igual que el mito que dicta que ser mujer es maravilloso. Redefinamos el término mujer o, en todo caso, eliminarlo. Acudiendo a Simone de Beauvoir, recordemos esa frase que mucho se repite, pero poco se analiza: No se nace mujer. El sistema nos hace, nos produce, nos intercambia como productos de consumo con fecha de caducidad.

“Lo maravilloso de ser mujer” en esta cultura patriarcal es que no es un asunto biológico, sino político. Es momento de estar en todos los ámbitos de la esfera social. Y aguas, no quiero a ningún hombre dándome un mansplaining o diciendo que en su personal y humilde experiencia sólo vive para amar a las mujeres. Entiendan que ustedes pueden mostrar empatía, pero no son parte del movimiento. Mejor vayan a charlar con otros hombres sobre nuevas masculinidades que, sí, lo sé, hay hombres geniales, pero no se trata de la individualidad de ese hombre, sino del grupo que construye esa conductas muchas veces invisibles y tan normalizadas que cuesta trabajo verlas.

Monique, en su envidiable y libertario lesbianismo, dice que es fácil ver cómo la mujer está dominada; sólo basta con mirar las películas, fotos de revistas, carteles publicitarios. Todo eso constituye un discurso de sometimiento. Y bueno, tenemos otro tema que es el lenguaje, el primer contrato social, el primer acuerdo entre los seres humanos desde que decidimos vivir juntos.

¿Qué pasa con ese lenguaje? El lenguaje como instrumento de poder —no como el lenguaje mismo— ha fungido como un arma filosa que separa, pero que aparenta permiso, un permiso patriarcal. ¿En qué radica ese permiso? Un ejemplo es decir literatura femenina, eso supone a afirmar que las mujeres no pertenecemos a la historia y que la escritura femenina es ese otro que, como argumentaba Aristóteles en su metafísica de los opuestos, la mujer es lo apartado, lo dividido, lo siniestro, lo infantil. Decir literatura femenina es apartar a la mujer de toda la literatura, ya que ese todo lo conforman los hombres. ¿Qué lo hace diferente para ser separada? ¿Nuestra sensibilidad? ¿Nuestra histeria? ¿Qué escribimos más con emoción que con razón? Esos son los argumentos de muchos que conozco para apartarnos de la literatura, del mundo, y darnos un lugar chiquito allá en la mesa del fondo que está junto a los baños.

Es momento de analizar el feminismo desde la heterosexualidad, no concebida esta última como sexualidad, sino como un régimen político que debe ser derrocado y ¿cómo se empieza? Revisando la historia y reescribiéndola.

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