Óscar de la Borbolla / Ensayo /Editorial Fondo de Cultura Económica /
Desde que la pandemia se instaló formalmente en mi vida, muchas de mis actividades se han visto modificadas de manera radical, entre ellas ir al banco. Cada que es momento de canjear un cheque, pagar la tarjeta de crédito, solicitar un estado de cuenta porque mi aplicación dice que estoy bloqueada, se vuelve una actividad de espera. Espero de pie fuera de un establecimiento. Todos los ahí presentes hacemos caso a un policía, franelero o señor de la limpieza que se toma la libertad y la empatía de movilizar la fila. Una vez adentro, es otro tipo de espera. Me toca “esperar” sentada en las sillas de plástico con un televisor gigante en frente que me vende todos los productos financieros que el banco ilustra muy bonito. No está permitido usar el celular, así que saco mi libro del bolsillo, empiezo a leer, pero siempre atenta a no pasarme de mi turno.
Este libro fue de los últimos que Luis y yo compramos de manera libre e inocente en la Feria de Minería, cuando aún podíamos andar por las calles y los museos y tocar todo cuanto se nos diera la gana sin jugarnos con ello la vida. Esta joyita se llama La rebeldía de pensar (2019) de Óscar de la Borbolla. Es un libro pequeño, de bolsillo, como le dicen. El diseño es elegante, el papel de calidad y la letra chiquita. Este ejemplar, que consta de 119 páginas lo designé mi libro de las esperas. Así es, decidí leerlo sólo en esos momentos en que estoy de pie o sentada esperando ser atendida.
Me llevó poco más de dos meses terminarlo. ¿Qué encontré? Es un libro que, a pesar de su brevedad en forma y contenido, es intenso, pues habla de la complejidad humana y del privilegio más exquisito que todos los homo sapiens sapiens tenemos por el simple hecho de ser; la capacidad de pensar.
Y es justo aquí donde radica la rebeldía: ¿Qué tanto nos gusta pensar? ¿Qué es pensar? El autor, quien es un respetado poeta, filósofo, ensayista, narrador, conferencista y al parecer un gran lector —cosa que rara vez se dice en las biografías— cuestiona sobre la dificultad que produce pensar. Pensar es más habitual entre los desencantados, el pesimista, aquel que está incómodo y que ante su búsqueda de respuestas y de sentido, optará por pensar, pero el puerto del pensamiento son más preguntas y se obtendrá menos felicidad. ¿Será?
Dice que para aquellos que no piensan, y me atrevo a decir que todos creemos o nos vendemos la idea de que somos grandes pensadores, sólo existe un camino, este camino es de un solo sentido; por donde vaya la mayoría, que suele elegir algo llamado la ignorancia voluntaria. Para Borbolla, pensar no es tranquilizador. Pensar hace que uno mire a los lados y no halle fácilmente a un compañero. Pensar produce una sensación de soledad.
El propósito de pensar es humanizarse, alejarse lo más que se pueda de nuestro ser irracional, dejar nuestra animalidad sólo para atender los asuntos fisiológicos, pero para aquello, que incluye a la mente, ahí debe entrar el entendimiento. Como diría Nietzsche, el que no piensa es un dios o una bestia. Y es que pensar es cotejar la realidad y sus valores con las faltas que suponemos que hay y que sólo son advertidas por uno mismo. Aquí cabe decir que no es la realidad la que nos da la razón, sino el amor que le tenemos a nuestra utopía, a nuestra irrealidad.
Cuando me comparo con el mundo, el mundo me sale debiendo un montón. Luego en mi propio análisis, sé que el mundo no me debe nada. Ni siquiera sabe que existo y no tiene porqué saberlo. Eso hablando del mundo-mundo del que hemos construido ideas vitalistas donde “creemos” que hay una madre naturaleza, un karma, una energía divina que va llevando la cuenta sobre las cosas buenas y malas que hago. No creo en la reencarnación, cada vez creo menos en Dios, no creo en la justicia a menos que tenga los recursos para pagarla, no creo que el amor sea la solución a todos los problemas, ni el dinero la definición de éxito. Gracias a pensar, o a lo que yo considero pensar dentro de mi mucho o poco entendimiento, he perdido la gracia de considerarme especial, única, irrepetible, con una misión en la vida. Sólo me sé yo, inconforme, incompleta, nostálgica y con una inmensa falta de sentido. ¡Qué pena! Ahora entiendo cuando dicen que la infancia es un paraíso perdido. Por esos años quería ser astronauta, pintora, reportera. ¿Dónde están esos sueños? ¿Por qué no los volví objetivos? Pero hubo uno que sí logré, ser profesora. Sin embargo, debo decir que no fue una profesión que haya elegido pensadamente. Fueron las intuiciones. El lado subconsciente.
Otra gran causa que acompleja y complica al ser humano es la gran pregunta existencial, ¿por qué soy? Y en ese preguntar nos descubrimos también frágiles al tiempo, y si andamos de sensibles, lo descubrimos, además, vacío. El por qué soy o no soy surge cuando tenemos tiempo, cuando estamos en el ocio y dejamos de lado las tareas obligatorias útiles para la sobrevivencia. Por eso dicen que estar ocupado es productivo, porque uno no tiene tiempo para pensar-se, para cuestionar-se. En esencia, llenamos nuestro tiempo con sentidos artificiales y sí, me he dado cuenta de ello. Cuanto más trabajo administrativo tengo en la escuela, o en algunos casos de sobre-revisón en corrección de estilo, lamento la falta de tiempo porque no puedo hacer lo que supuestamente le da sentido a mi vida; escribir. Cuando por fin logro traspasar todas las barreras y cumplir a cabalidad la lista de deberes, ese tiempo libre que puedo dedicar a la escritura se congela; me pasmo, me anulo. No existo.
¿Qué sentido tiene mi existencia? ¿Qué sentido tiene la existencia de cada uno de los individuos? Sin caer en categorías reduccionistas, desde niña me aqueja el mismo problema; ¿todo lo que no veo existe? Sé que aquellos que estudian lo microscópico me dirán que sí, que aunque hay cosas que no se ven, éstas existen. Lo sé y lo entiendo, pero no puedo evitar preguntarme desde el plano filosófico por esas personas que veo en la calle o por esas compañeros de trabajo que sólo sé de ellos mientras yo los sé. Cuando no los sé, no existen. ¿Me explico? Entonces, ¿y la muerte? No existe en este momento porque no la sé, o porque la sé, ¿existe? Platón dice que lo que nos pasa o no nos pasa es lo mejor que podría suceder-nos, porque habitamos el mejor de los mundos posibles. Ya desde antes de Cristo se hablaba de otras dimensiones.
Pensar no es para gente tranquila, aunque lo parezca. Pensar fulmina, nos hace eliminar nuestros propios saberes, avanzar en la incertidumbre, ser conscientes de la muerte y de Dios como algo que la humanidad ha creado para, a su vez, crearse a sí misma. Lo maravilloso es que somos los únicos seres en el mundo y hasta ahora en la galaxia que tenemos la capacidad de rezar, pagar impuestos. Los únicos que compran a plazos y los únicos que hemos inventado los números primos —aunque la mayoría de nosotros no sepamos exactamente para qué sirven—.
Ayer vi a Uma, nuestra perra negra mestiza, mirarse en el espejo. Todos dormíamos, incluso Xocany, la gata. Creo que también las plantas dormitaban. De reojo, la vi mirándose, mirando, mirándonos a través del reflejo. Su hermosa animalidad me hizo adorarla aún más. No pude evitar pensar que quizá allá dentro, en su silencio, dentro de su navegar limitado por las necesidades y unas cuantas emociones afectivas, yace un ser que se cuestiona: ¿Cuántos números le caben al infinito?
Pensar es un acto de rebeldía, un acto doloroso que nos acerca a la luminosidad, aunque ésta, como el horizonte, se aleja. La pandemia sigue, las filas y sus esperas con ella. Yo leo, aprendo, dudo, me respondo, encuentro consuelo en unas cosas y me siento derrotada en muchas otras. Intento, como todos, dejar huella de mí en el tiempo y luego digo, por qué carajos no puedo ser Nicole Kidman.
Tengo desánimo. Hoy no puedo pensar. No quiero.