La Hija del Caníbal

Captura de Pantalla 2021-07-18 a la(s) 13.23.38Rosa Montero / Novela / Editorial DEBOLSILLO / 

La idea de este espacio que ocupo como ejercicios de lectura y escritura y que comparto con algunos lectores, nació un 13 de agosto del 2018. Todo surgió gracias a Historia del Rey Transparente (2005) que bien me recomendó Luis. Ya había escuchado hablar de Rosa Montero, pero en esos días andaba obsesionada con los ensayos que poca atención le puse a la novelista. La insistencia de Luis fue mucha. En cuanto me presentó el libro, un libro hermoso que parece una pequeña biblia, respiré hondo y como si fuera una declaración amorosa, dije sí. Así empecé esta travesía con los proemios, Rosa Montero e Historia del Rey Transparente fueron mis conejillos de indias, donde vi la oportunidad de rescatarme a través de lecturas que me van acompañando en el diario vivir y con ello dejar una huella de mi memoria.

Transitar de un libro a otro, de una lectura a otra me resulta complicado. Sí, tengo una larga lista de espera, pero no es sólo tomar el libro que está hasta arriba en la pileta y ya, es mucho más. Es cuestionarme cómo estoy, qué siento, incluso qué es lo que estoy haciendo para así, yo misma recomendarme un libro y darme la oportunidad de cerrar un ciclo y dar empiezo a uno nuevo. Hay algunas transiciones que son más fáciles que otras, libros que llegan por azar o por urgencia y no necesitan estar en la fila para ser atendidos, hay veces que sólo me acuerdo de un título y corro a buscarlo. Esta vez fue complejo. Mi estado anímico no ha sido el mejor, así que cuando una se sabe poco, elegir se convierte en una tarea inentendible.

Frustrada fui a mi librero que está a mitad de la sala. Librero que según tengo ordenado, pero ni yo misma sé las clasificaciones que me he inventado para salvaguardar en supuesta armonía universal mis tesoros literarios. Hasta abajo, como un castigo inconsciente por ser mujer, resguardo la sección de escritoras de narrativa. Pensé que leer novela podría sacarme de esta torpeza emocional en la que me encuentro. Me senté en el piso y en posición encorvada me puse a buscar:       

Pétalos de Guadalupe Nettel, ya lo leí. Arráncame la vida de Mastretta, ya lo leí. La emoción de las cosas de Mastretta, ya lo leí. Por breve herida de Margo Glantz, ya lo leí. El vagón de las mujeres de Anita Nair, ya lo leí. El país de las mujeres de Gioconda Belli, ya lo leí, no me gustó. El cuaderno dorado de Doris Lessing, no lo terminé. Mujercitas de Louisa May Alcott, ya lo leí en mi adolescencia, no podría volver a leerlo. Apología de la mujer que escribe de Jenny Diski, ya lo leí. Lo que aprendemos de los gatos de Paloma Díaz-Mas, ya lo leí. Mrs. Dalloway de Virginia Wolf, ya lo leí, en inglés y Diosito sabe lo que sufrí para entenderle. El siglo de las mujeres de Nuria Amat, ya lo leí. Afrodita de Isabel Allende, ya lo leí y no tengo la serotonina suficiente para darle otra repasada.

Y la lista seguía hasta que me encontré con La hija del caníbal de Rosa Montero. Tomé el libro. Busqué el nombre de su propietario, alguna señal entre sus páginas que me indicaran por qué estaba ahí ese polizón. No era mío. Yo sé qué libros son míos no sólo porque les pongo un sello en cuanto entran a la casa, sino porque uno sabe, como mamá, quienes son sus hijos. Bueno, yo no tengo hijos, pero estoy segura de que si los tuviera, sabría reconocer a mis escuincles entre un montón de chamacos que juegan en el parque comiendo lodo e intercambiándose mocos. 

Como de costumbre, me fui a la última hoja para leer la última palabra, señal de que era el elegido para su lectura. Me recordaba que había visto la película por allá en 2003. ¿Pues cuándo se escribió la novela? Me pregunté, me dirigí a la sección legal; 1997. Saqué cuentas… Rosa Montero tenía 45 años y Lucía Romero, la protagonista de esta historia, 41, pero la misma Rosa dice que tardó dos años en recopilar información, en hacer notas, en apenas transcribir, así que lo empezó cuando tenía 43, más en lo que uno se convence a sí misma de que la idea es una buena idea, más lo que tarda la historia en marinarse en la cabeza y en el mundo abstracto del podría ser, tendría 42, aunado a que quizá todavía no cumplía una vuelta más al sol, nos da un total de forty-one. Llegué a la conclusión de que esta novela tiene más de real-biográfico que de ficción. Aunque bueno, estoy consciente que hacer esta deducción es un poco tonto, toda historia tiene una mezcla de realidad y fantasía.

Pues bien, empecé la lectura en pleno piso, encorvada, con las gatas y la perra mirándome, extrañadas de que estuviera ahí, a su altura. Las miré y les dije, sí, ya sé que en esta casa lo que sobran son sillas, pero ya ven como somos los seres humanos. Uma giró su cabeza de mestiza labradora como si entendiera cada palabra. Xocany no cambió su expresión de odio iluminada por sus gatunos ojos verdes y Milanesa, la nueva integrante de la familia, se distrajo con mis pies envueltos en calcetines disparejos y se puso a morderlos.

Dicen que la primera línea es fundamental para el arranque de la historia, para atrapar al lector, y es que mucho depende de ese enunciado según los talleristas de las letras. “La mayor revelación que he tenido en mi vida comenzó con la contemplación de la puerta batiente de unos urinarios.” Pues ahí está, así empieza La hija del caníbal, en primera persona, aunque después aparecerán otras dos voces narrativas. Me faltaban 435 páginas más para responder si la primera línea fue o no maravillosa.

Seguí los capítulos siguientes casi siempre echada en la cama antes de dormir, echada en la cama antes y después de clases, un par de veces en el sillón que compramos para leer, pero ahora lo usamos para comer y ver la tele. Leí en la azotea, en el Uber, y sólo una vez en la mesa. Así llegué hasta el final que, por supuesto, me dejó con una sonrisa, adorando aún más a Rosa Montero y convirtiéndome en su amiguis en Facebook. Quién sabe, quizá algún día, de esos que se dan en los mundos paralelos, tropiece con esta lectura. Puede ser, tal vez, quizá, ojalá, es posible pero no probable, ¿o era al revés? Probable pero no posible. ¿Qué me diría Rosa Montero sobre este proemio?

Si algo caracteriza a la maestra Montero es que hace que todo parezca fácil de escribir, una que anda de aprendiz de escritor sabe que lo fácil es justo lo más difícil. Quiero resaltar que lo que más me encanta de esta madrileña son sus personajes y sus frases, todavía me acuerdo de una imagen sobre una niña y un pichón que leí de ella en otra lectura y surge siempre que ando en busca de belleza.

Con plumón en mano para iluminar las líneas que me parecían reveladoras, me entregué en cuerpo y alma a la lectura, a conocer a profundidad a Lucía Romero, la heroína de esta historia. Una heroína con quien me identifiqué, pues ella es un poquito mayor que yo, y aunque sus huesos son de ficción y vive en otro continente, hubo puntos de encuentro. Es pequeña, casi diminuta, de ojos oscuros, boca chiquita y bien dibujada, no es madre, pero se sabe la hija de un caníbal, mote que definió su relación con su padre; un hombre alegre, experto en extroversión, apasionado hasta el acoso y un mal tomador de decisiones. Pero su padre, un egocentrista que por sobrevivir es capaz de practicar la antropofagia está ahí como puede. ¿Quién es mi padre? Me cuestioné, mi padre es un militar retirado con quien no hablo desde hace ya un tiempo. Oí por ahí que no le importa. Ni qué hacer.

Lucía es una esposa burguesa, una escritora infantil, viaja por el mundo cada que tiene oportunidad, es hija única y posee una dentadura preciosa, dentadura falsa, de arcilla, que limpia cada noche a puerta de mil candados para que nadie atestigüe su boca vacía, que le trae ese vivo recuerdo de cuando se estampó sobre un camión dejando los dientes incrustados y un útero desperdigado en el pavimento. 

Lucía busca alejarse de los espejos para evitar ese estadío incómodo llamado “mediana edad” que se muestra sin filtros ante la carne pendulante de los brazos, las canas en la cabellera oscura, los pechos caídos, la celulitis en abdomen y piernas, las pequitas incipientes en el dorso de las manos, las mejillas en su último sostén de gravedad, las arrugas irrellenables por más cremas reafirmantes de París. El tiempo hace lo suyo, cobra el tiempo vivido, incluso en los personajes imaginarios.

En su rutina cómoda, en su quejarse cómodo, Ramón Iruña, su esposo, ha desaparecido. Más bien, ha sido secuestrado por un grupo terrorista llamado Orgullo Obrero. Piden un rescate, nadie debe enterarse, pero se entera Félix Roble, el vecino octogenario de la puerta de al lado que sin invitación se vuelve dupla con Lucía. Gracias a su experiencia de anarquista le asiste con ideas y estrategias para burlar a los malhechores y conseguir información. ¿Su esposo era en realidad quien decía ser? Días después, se anexa Adrián, un joven en sus veintes que sin más, ya es parte de la dupla que ahora es triada. Y ahí están los mosqueteros en el desayunador de Lucía tomando té y comiendo pan tostado, siguiendo pistas, contándose sus vidas, odiándose y amándose, preguntándose dónde está Ramón bajo los ojos vigilantes del inspector García.

Lucía, en su desesperación por recuperar a Ramón, se cuestiona si lo hace por amor o por costumbre, pues se da cuenta de que es una mujer que calla demasiado, consiente demasiado, asiente demasiado. Es asquerosamente femenina en su silencio público aunque por dentro ruge. ¿Por qué Ramón nunca le dijo que tenía un ahorrito de doscientos millones de pesetas? ¿Es normal que hasta los maridos más aburridos guarden oscuros secretos?

Pero bueno, tampoco es que quiera contar la novela entera. Lo que esta novela dice, por lo menos para mí, es que en los momentos más tensos que nos pone la vida en frente, donde todo es duda y miedo, uno puede descubrir que la existencia es mucho más que buscar la comodidad. El lujo de la comodidad nos hace caer en una zona de confort que, a la larga, nos va desconectando con el otro y con uno mismo.

Gracias a una situación límite, Lucía aprendió que hay muchas vidas y emociones a la espera de ser encontradas. Con la vejez de Félix y la juventud de Adrián, esta heroína, que soñaba con tener los ojos grises, se dio la oportunidad de crecer internamente, de aceptar su edad, su nuevo tiempo, su nueva vida, una vida que sólo ella es la responsable de guiar. Si se encuentra acompañada de un hombre joven, viejo o mediano, o con un hombre sólido o fofo, ajeno o  propio ya no importa. 

Los cuarenta y uno, estos cuarenta y uno de Lucía Romero, de Rosa Montero y, en poco tiempo los míos, se deberían de ver como la oportunidad de un renacimiento donde se plantearán nuevas preguntas, las antiguas ya han sido respondidas con experiencia y errores. Es momento de un nuevo paisaje, de conquistar nuevos territorios, dejar atrás el lugar común de una crisis de la edad.

Este libro es un polizón, no tiene mi sello y una reconoce a los hijos propios en medio de otros hijos. ¿Reconocerán esos hijos a sus madres que los esperan en los márgenes del parque para llevarlos a casa? Reconozco que este libro es de mi madre, mas no reconozco si lo ha leído o no. Seguramente lo olvidó en uno de sus viajes a la Ciudad de México, en uno de sus descansos en mi casa, en uno de sus típicos descuidos, en uno de sus tantos intentos por decir te quiero. Quizá sólo era un libro más que olvidé sellar. Quizá me toque decirle a mi madre que lo lea. Rosa Montero ahora tiene 70 y mi madre 61. 

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