Anne Boyer / Ensayo / Editorial Sexto Piso /
A la autora de este ensayo, Anne Boyer, le detectaron cáncer de mama a los 41 años. Su cáncer era tenebroso, como todos los cánceres, pero este lo era aún más al ser un tipo muy agresivo de cáncer llamado triple negativo, lo que significaba que sus opciones para recuperar la salud eran considerablemente reducidas. Este cáncer no sólo se llevó sus pechos, sino sus hormonas, su cabello, le destrozó las venas, la condenó a una sobrevivencia dolorosa donde, además, se suman secuelas permanentes como el fallo de la memoria, cansancio crónico y el desgane de entregarse al otro eróticamente, ya ni hablemos de la reconstrucción de la identidad después de salir vivo de una batalla sanguinaria que te deja en banca rota.
El cáncer se ha romantizado, a veces pienso que es una estrategia del capitalismo para que nosotros, los individuos, ahora convertidos en consumidores, compremos y compremos productos que llevan el lacito rosa. Y es que las promesas de la publicidad son muchas, que si compras tal o cual cosa una parte de tu dinero se donará a una institución que investiga sobre cómo combatir esta enfermedad o que si redondeas tus centavos la empresa duplicará lo recaudado para hacer frente a ese problema de salud que va en incremento. ¿Qué tanto es cierto?
El 19 de octubre es el día internacional de la lucha contra el cáncer de mama, una lucha que lleva en su bandera la empatía por todas aquellas mujeres que han perdido la batalla, que se encuentran en ella y por las sobrevivientes que tratan de reconstruir los pedazos que quedaron de su persona. Y es que no se trata de verlas en la televisión con sus sonrisas hermosas, sus chalinas envueltas en sus cabezas calvas o sus ojos esperanzadores…, esa es la imagen que el negocio de la enfermedad lanza a los medios de comunicación para hacer ver que si bien el cáncer es terrible, la esperanza y la medicina ofrecen una luz artificial al final del túnel.
Anne Boyer, hija de un primer mundo, se vino abajo con la enfermedad: el tratamiento de la quimioterapia la hizo gastar sus ahorros de toda una vida en meses. Casi pierde el trabajo, pues todos somos sustituibles y cuando uno ya ha gestionado los días permitidos en la oficina por enfermedad, se acaba la empatía, se acaba el dinero, y el tratamiento sigue y el enfermo con él, pero cada vez más ahorcado, más cansado y derrotado. Hay que ser positivo, dicen los anuncios, los panfletos, la bitácora oncológica que te entregan en el hospital para que no pierdas las citas de la quimio. ¿Se puede ser positivo con el cuerpo desecho encima?
Y es que quienes no hemos vivido el cáncer no tenemos más que verlo desde afuera. Pero los enfermos que tienen el cáncer las 24 horas subsisten con él; permanecen sentados en las salas de espera, y se reclinan (en caso de que el sillón lo permita) de forma temporal. Están demasiado débiles para sentarse. Se sientan pese a todo, sus cabezas se desploman sobre el cuello.
Independientemente de lo enfermos que estén, los enfermos que reciben tratamiento en el pabellón de cáncer no pasan la mayoría de su tiempo allí; están enfermos en el trabajo, y enfermos en casa o en la escuela o enfermos en el supermercado o enfermos en el departamento de tránsito o enfermos en el vehículo o en el autobús. Algunos entran en sillas de ruedas empujados por sus hijos o parejas o voluntarios o amigos, para luego salir de allí otra vez en sillas de ruedas y ser introducidos en coches que los llevan a sus departamentos o casas que, como el tratamiento contra el cáncer, hay que pagar.
Y entonces se quiere ser otra cosa que no sea el enfermo. Incluso se quiere ser un objeto para alejarse del dolor constante, del cansancio de tener dolor. Del dolor crónico. Abandonar la humanidad enferma para ser una grieta, una lámpara, un tenedor chapado en plata o un machete colgado en la pared. Se ansía ser cualquier cosa menos el animal herido y abandonado. Ser todo menos aquello que alguna fue amado y ahora, aunque no esté solo, siente la soledad.
Cuando el cáncer llega literalmente se vuelve parte de ti, y al combatir el cáncer también te combates a ti. Debes sacar ganas de vivir. Carajo que sí, porque nadie más lo hará. Suena fácil. ¿Cómo lograr vivir si te estás convirtiendo en un fantasma? Si todo lo que orinas es químico, a tu cuerpo le meten químicos, tú eres la quimioterapia misma. Una persona con cáncer necesita creer que es una persona digna de ser mantenida con vida. El cáncer requiere de una medicina dolorosa, costosa, nociva incluso para el medio ambiente. Sobrevivir más que un valor humano, se vuelve una acción capitalista. ¿Cuánto vale tu enfermedad? Mira, dice el empresario, te la dejo en abonos chiquitos para pagar poquito. Pero pagar al fin. Hasta ahora, ningún gobierno ha podido dar esta garantía a ningún ciudadano, a ninguna persona. El cáncer cuesta y te cobra caro.
Yo no he vivido el cáncer. Pero estoy cerca de cumplir 41 años. A Anne Boyer se lo diagnosticaron a esta edad, también a Susan Sontag, a las escritoras Alice James, Rachel Carson, Charlotte Perkins Gilman, Jaqueline Susann y la poeta Audrey Lorde, por mencionar algunas, rondaban el primer lustro de los cuarenta cuando fueron diagnosticadas. Todas, en sus diferentes tiempos y voces, escribieron sobre ello y no hicieron del cáncer y de su sufrimiento un oportunismo literario que es lo que encontramos en las historias comerciales, donde las heroínas vencen bellamente esta enfermedad. Se ven hermosas durante la quimio, como lo hizo Meryl Streep en la película Cosas que importan (One True Thing, 1998). Se ve hermosa y luminosa mientras sufre y carga con el dolor de los demás que no soportan la idea de perderla. Se ve hermosa mientras vomita y mientras se enoja con la vida. Se ve hermosa con el poco pelo que queda en su cabeza enferma, y hermosa con su pijama de seda entre sus cobijas tejidas tomando hermosamente una taza de té.
El cáncer no es hermoso. El cáncer es enfermedad y también es política y negocio. El capitalismo se enriquece de la lucha de los enfermos por su sobrevivencia. Los tratamientos no son accesibles. Sólo en México, es la primera causa de muerte en mujeres mayores de 25 años.
No sé si tengo el derecho a quejarme. No lo he vivido de cerca ni de lejos. Pero soy consciente de cómo se lucra con la enfermedad. Si se busca información en google, las páginas médicas dicen que el cáncer de mama ha aumentado, pero a su vez, el índice de mortandad ha disminuido gracias a los tratamientos. Estoy por cumplir 41 años, no tengo hijos y soy mujer, elementos suficientes para ser candidata. Desconozco mis antecedentes médicos familiares, no sé si tengo el gen BRCA1 o el gen BRCA2 que aumentan la posibilidad de ser diagnosticada con cáncer de mama. Mi madre y la madre de mi madre aún conservan sus pechos, es probable que yo también conserve los míos. Aunque nada está dicho. Tengo casi 41 años y todo puede pasar. Tan todo puede pasar que puedo morir porque la quimioterapia no mató al tumor y las células cancerígenas han decidido ver a mi organismo como pueblito mágico y se van a turistear a cada rincón de mi ser infectando todo lo que tocan. Puede que muera porque no pude costear mi enfermedad que ronda entre el millón de pesos o que muera porque el sistema de salud al que estoy afiliada no tiene lo recursos para salvar una vida, mi vida, y me convierta así, en una triste y miserable estadística más.
Puede que pase, puede que no. Si pasa, ¿podré soportarlo?