Lee Seung-U / Narrativa / Ediciones El Ermitaño /
Los árboles fueron los primeros habitantes de la Tie
rra. Suyo era todo cuanto sus hojas miraban en el horizonte. Poblaron bosques y selvas. No había depredador alguno que los amenazara. Nobles como son, extendieron sus brazos y se dejaron crecer nidos de cuanta variedad silvestre ha pasado por este torpe proceso evolutivo. Los árboles son grandes sobrevivientes, maestros del tiempo. Pensamos que por que están estáticos carecen de toda sensorialidad. No hay cosa más equivocada, los árboles se lucen, se extienden y se ofrecen abiertos al cielo, pero abajo, debajo de la tierra húmeda, en ese mundo llamado micelio yacen sus raíces, mismas que se abrazan a otras y generan familias. Se platican sus días. Se desean y se advierten entre ellos sobre el insecto que va con malas intenciones a comer de sus corolas. Los árboles lejos están de sentirse solos. No conocían la soledad en medio de su profundo silencio hasta que llegamos nosotros, hicimos el ruido y cortamos sus raíces para nuestro placer. ¿Qué sentirá ese árbol atrapado en la maceta, con sus rizomas limitados a una frontera antinatural provocada por el ser humano? ¿Cuántos árboles hermanos hemos separado de sus árboles hermanas? ¿De sus padres? ¿De sus almas gemelas?
Este año es el año de la normalidad. Donde todos simularemos que no pasa nada, que la pandemia es cosa del pasado y de a poco se nos solicita volver al presente con nuestra presencialidá bien puesta y, donde de a poco también, ya somos de nuevo esa masa móvil que se apropia de todas las esquinas. Como masa que soy, y porque para ganarme el pan requiero llevar mi cuerpo de un lugar a otro, me armé de una mochila que me hace parecer un escarabajo pelotero. Antes era una cochinilla que con solo hacerme bolita tenía mi mundo pequeño asegurado. Ahora se me obliga a dejar mi guarida cuando apenas se anuncia un tímido rayo de sol. Y entonces, ya hecha escarabajo tomo mi mochila-caparazón. Dentro viene todo lo que me hace ser para existir y producir: una laptop que vale más que mi vida. Si me asaltan y me dicen que si la compu o la vida, diré que la vida. Un cuaderno maltrecho donde anoto mis bitácoras de clase. El cargador de la maquinita porque de qué sirve la tecnología sin esa cosa antigua llamada electricidad. El celular para atender mis mensajes, anunciar que estoy viva en este país de feminicidios. La cajita con plumones para anotar cosas importantes en el pizarrón, el espejito y el labial, pues odio traer la boca despintada. También traigo un cubrebrocas extra por si el que uso se rompe y no vaya yo a quedar más expuesta al virus covidiano. No puede faltar el gel desinfectante, una bolsita de plástico por si genero basura, el monedero con monedas destinadas a los comerciantes ambulantes, las credenciales pertinentes para validar mi identidad, un palito de madera que me recuerda cuánto me gusta el café y, por supuesto, mi fiel Sancho; el libro en turno. Sin libro simplemente me siento en cueros. No me agrada eso de la desnudez pública.
Y justo buscando a ese Sancho, un lunes antes de salir de casa me puse a ver con urgencia el librero. ¿Qué puedo leer? ¿Qué puedo leer? Me preguntaba. Esa transición de una lectura a otra me cuesta mucho trabajo. Mi memoria se puso hacer de las suyas y me acordé de un libro llamado La vida secreta de las plantas (2009) de Lee Seung-U.
Confiésolo, nunca había leído al autor. Incluso tenía mis resevas. Es literatura surcoreana y desconozco mucho de la cultura oriental. Abrí el libro justo en la estación Xola. Me tocó lugar y de rápido me puse a explorar la contraporada para saber si el libro que había elegido me acompañaría las próximas semanas. Lo tuve que hacer de manera exprés, recordemos que mucha de la población mexicana es adulta mayor y justo en la estación Pino Suárez decenas de personas suben desordenadas al vagón para llegar a su destino. ¿Su destino también será desordenado? Y como mi mamá me educó bien, termino cediendo el lugar.
El libro lo compró Luis en una feria de editoriales independientes en el zócalo. El muchacho que representaba a su editorial hizo lo imposible por convecernos de llevarlo. Yo, a veces fría y distante como suelo ser, le dije no gracias y seguí viendo. Luis, más amable, se quedó escuchando el apasionante discurso del joven. Aunque no le presenté atención al vademécum en sí, desde el principio me llamó la atención el título, incluso me hizo recordar aquella vez que hice una escenita en la librería Gandhi porque había una enciclopedia ilustrada llamada de la misma manera que este libro. Yo lo quería, pero ya no tenía el recurso monetario. Luis me dijo que me lo compraba, y aunque todo mi ser gritaba por un sí, fui madura y le dije que después pasaba por él. A veces la madurez me hace cometer cada tontera.
Lee Seung-U es un teólogo que vive en Seúl y es profe de literatura en una universidad cristiana. Tiene sólo tres novelas, contando ésta, pero con eso es suficiente para ser un escritor respetado en su país y que de a poco empieza a sonar fuera de su isla. ¿Corea del sur es una isla? Necesito revisarlo en un mapa. Aunque interesante su biografía, confiésolo también que me dije, huy, cristiano, ¿será que sólo me hablará de diosito? Y pues yo traigo ahí mis preguntas existenciales respecto a esta divinidá. Dejé mis prejuicios a un lado y abrí la primera página. Para eso ya estaba en la estación Viaducto. Aún iba sentadita con mis zapatos monos luciendo perfecta.
El texto arranca con un -¿De qué se ríe usted? -Es la pregunta que le hace una chica de la calle a nuestro narrador y protagonista Kihyon, quien se encuentra dentro de su coche valorando la mercancía carnal para, una vez elegida, llevársela a su hermano. El hermano se llama Uhyon y es un hombre miserable que ha perdido las dos piernas. Ahora, convertido en una criatura monstruosa, a través del sexo calma lo poco que le queda de humanidad. Antes de ello, dicho hermano era un fotográfo respetado que tenía un novia hermosa que le escribía y le cantaba canciones. Era bien querido por sus padres y el mundo resultaba bello. Kihyon por otro lado, se sentía menos respecto al trato que recibía de sus progenitores y, para colmo, no lograba pasar los exámenes de la universidad, por lo que existía la posibilidad de que se conviertiera en un bueno para nada. Pero ese no era el mayor de sus problemas, la cosa realmente compleja es que estaba enamorado de Sunmi, su cuñada.
Hasta aquí el chisme está bueno, es como una telenovela de Televisa donde dos hermanos se juegan el amor de la chica. Pero de a poco, vemos como el protagonista va narrando que su hermano, esa criatura miserable que ya he mencionado, visita cada noche un bosque oscuro. ¿Cómo le hace si está en silla de ruedas? Sin embargo, logra siempre llegar al punto más fúnebre del arbolario y se queda ahí, mirando a un albogera y un pino que, aún en las sombras, cuentan una desgarradora historia de amor.
Y así empieza la vida secreta de las plantas. Kihyon, con su cualidad de buen observador y cuyo trabajo es de detective clandestino, se empieza a percatar que su familia no sólo es disfuncional como casi todas las familias, hay algo diferente, incluso mágico. Su madre guarda una amargura que la hace ser dura y sacrificada hasta el hartazgo. Su padre, un hombre prácticamente mutista que se la pasa arreglando el jardín y jugando un juego de mesa con él mismo. Su hermano, sumido en una gran depresión a causa de su tragedia, y el mismo Kihyon, que se siente ajeno a esa familia que se acomoda en su soledad, como si entre ellos se hablaran desde el lenguaje del silencio. Cabe decir que nuestro narrador no es parte de ese silencio intercomunicador.
Debido a los celos e imprudencias por un amor condenado a nunca ser, su hermano es enviado a la guerra. En el campo de batalla no sólo pierde las piernas, sino al amor de su vida, a quien renuncia debido a la suposición de que ninguna mujer querría estar con un hombre incompleto. Kihyon entiende con mucho dolor que no puede cambiar el pasado. Si quiere acomodar las cosas, deberá tragarse ese amors que siente por su cuñis y unir nuevamente al fotográfo y a la bibliotecaria. Aquí me detengo tantito. Tengo la leve sospecha de que esa imagen gusta mucho allá, en el otro lado del mundo. Me refiero a la joven bibliotecaria delgaducha y pálida que trabaja acomodando libros. Lo digo porque hasta hace poco que leí El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas de Haruki Murakami, se usa el mismo tipo de mujer ideal. ¿Será cosa cultural? Aunque no sé qué tan lejos está Japón de Corea del Sur y cuáles son sus relaciones diplomáticas.
Entre ires y venires, Kihyon descubre que su familia son árboles; metáfora hermosa que en occidente proviene de la mitología griega. Se cree que los árboles son amores frustrados, condenados a sufrir y por ello metamorfoseados en plantas. Un ejemplo es la ninfa Dafne que para escapar de Apolo se convierte en laurel. Pitia es transformada en pino debido al acoso constante del dios del viento. Otro caso es la princesa de Tracia, que al esperar al amor de su vida que había sido enviado a la guerra de Troya, y éste, al no regresar, ella de puritita tristeza se convierte en almendro. O Ía, que es convertida en violeta debido a un amor no correspondido. ¿Eso serán de verdad todas las plantas? ¿Cuál será la historia del sauce llorón, o del huele de noche, o del falso ciprés? ¿Qué tendrá que decir el ahuehuete al respecto?
De niña más que ser patuleca, chocaba contra los postes de luz porque iba viendo hacia arriba. Miraba todo ese enramaje, buscaba nidos. De repente uno se percata que los árboles son altos, fuertes y que si prestas tantita atención tienen mucho qué decir. Gracias a esta lectura, volvi a ver hacia la copa de los árboles. Volvi a sentir ese solecito que entra por entre las ramas y te toca suavemente la puntita del hombro. En la colonia donde vivo hay muchos árboles grandotes que se pierden con el árbol vecino. Se abrazan. Pero uno anda tan ocupado mirando para abajo en su celular, que ya no se percata de esas maravillas.
Bueno, sigo. Entonces, nuestro protagonista descubre que sus parientes en realidad son árboles. Cada uno tiene una historia de amor y de desamor qué contar. Una historia de esperanza. La madre es un árbol anciano que espera respuesta del viento. El padre un árbol de ramas secas que abraza al hijo ultrajado por la violencia. El hijo es un árbol que ha sido mutilado y le duele la vida, y Sunmi es un árbol que florece y aromatiza todo lo que toca. Son árboles que, a diferencia de las metamorfosis griegas de Ovidio, son transformados en hombres y mujeres que parecen quietos, pero que por dentro se incendian.
El pobre de Kihyon no es un árbol. Es un hombre común y corriente. Junta a Sunmi con su hermano, es lo único que puede hacer. Deja que el jardín se haga a sí mismo en su silencio aparentemente quieto y se marcha. ¿A dónde? Quizá a empezar su propio árbol genealógico.
Los árboles han existido en este planeta desde hace más de 300 millones de años. Fueron los primeros habitantes. En su proceso evolutivo, cuando un árbol moría o era derribado por un trueno, al caer ponía en riesgo el ecosistema forestal, pues su gigantés maltraba a las pequeñas plantas que requerían del sol y del aire para seguir existiendo. Pero los árboles, nobles como son, dejaron que los hongos se aprovecharan de sus troncos inertes para, poder así, desintegrar su cuerpo y dar oportunidad a los más pequeños de florecer. La relación entre níscalos y árboles es sana. Gracias a las extendidas redes de hongos que se encuentran bajo tierra, los árboles fueron capaces de interactuar con las raíces creando lazos únicos que ya quisiéramos nosotros, los humanos.
Me gustaría ser un árbol, pero no sufro por amor. Me gustaría sólo ser árbol. Quizá uno de granadas que ofrece sus frutas a las princesas. Recordemos que Ades, cansado de gobernar solito el mundo de los muertos, le ofreció a Perséfone esta fruta y ella, al saborearla, se convirtió en la primera dama de los desencarnados. Quisiera ser esa ambrosía que transforma la vida. Que te hace transitar, que te obliga a la transformación.
México es uno de los diez países con más árboles en el mundo. Sería lindo que empezáramos a verlos y los dejáramos contarnos sus historias. Usted decide si como cochinilla o como escarabajo.
P.D.: Corea del sur no es una isla, es una península.