Mi cuerpo también

Raquel Taranilla / Autobiografía / Seix Barral

Costo: 99MXN / Pasta blanda / Librería Educal

Los dientes móviles de Margo Glantz, los pechos extirpados de Anne Boyer, el vértigo alucinante de Elisa Corona y para no dejar esta lista incompleta, el linfoma linfoblástico de Raquel Taranilla. ¿Qué tienen en común estas autoras además de sus padecimientos? Que todas ellas nos cuentan a través de la palabra y la experiencia lo que es el dolor, la enfermedad y el proceso médico.

En este proemio hablaré de Mi cuerpo también (2021) de Raquel Taranilla, una abogada barcelonesa que a los 27 años le detectaron un tipo de cáncer muy agresivo. Todo empezó con un entumecimiento de manos mismo que fue diagnosticado por tener una mala postura frente a la computadora, después le dijeron que era por el uso excesivo de los dedos sobre el teclado, después que si el estrés, después que si el trabajo extra, incluso le llegaron a decir que el hecho de estar haciendo su tesis de doctorado podría ser una causa probable para su malestar.

La intuición es amiga de la enfermedad. Es la amiga buena que le dice al futuro paciente que algo no anda bien con el cuerpo. Que ese diagnóstico no es certero aunque uno quiera aferrarse a él porque “esa molestia” permitirá seguir con la vida conocida. Pero no es así. La molestia se hace más grande, el cuerpo ya no cabe dentro de sí y es entonces cuando aparece una serie de síntomas que podrían ser todo, pero no es todo, es algo. ¿Pero, qué?

La medicina ortodoxa occidental rara vez llega a devolver la salud al enfermo. Si acaso palia su dolor, si acaso le pone nombre, si acaso tiene suerte el paciente quien ya anda en un peregrinar entre ruidos y pasillos de hospitales para que el especialista de especialistas le diga qué tiene, qué se puede hacer, si es grave, tratable o mortal. Salud, bendito tesoro, que te vas para no volver.

He notado tanto en la literatura contemporánea como en la vida cotidiana que son las mujeres quienes más hablan del dolor, quienes más prestan atención al cuerpo y sus aquejamientos. Y es que el dolor es una experiencia única e íntima que se hace parte del lenguaje personal. No hay dos dolores iguales aunque la enfermedad sea la misma. No pretendo generalizar, seguramente hay muchos autores que hablan de la enfermedad. Uno que conozco es Cristóbal Pera, un famoso catedrático de cirugía que ha sido decano de la facultad de medicina de la Universidad de Barcelona y es referido por esta autora como por Margo Glantz, incluso por Elisa Corona. Estos hombres que estudian el dolor, lo desmenuzan, lo analizan, lo desmembran desde fuera, desde un cuerpo que no es propio. Es el cuerpo del paciente anónimo, del cuyo nombre queda reducido a una vocal o a una consonante; El paciente X, el paciente E.

No es casualidad que esté leyendo textos dolorosos de mujeres que vencieron la enfermedad e hicieron literatura con el padecer. Me gusta la narrativa del dolor. No me mal entienda, querido lector imaginario, no es que me guste el dolor así como así, como un ente masoquista. Me refiero a que lo he sentido, como todo el mundo, en menor o mayor grado y, si algo me regala el dolor de mi propio dolor son figuras retóricas que necesito usar para explicar el sentir. El dolor no se ve como dolor, solo se puede expresar con las palabras.

Susan Sontag, quien es constantemente mencionada en temas de feminismo y en temas de dolor, fue/es una ensayista luminosa que escribió La enfermedad y sus metáforas en 1978 mientras se trataba por un cáncer de seno. Ella bien dice que cuando el enfermo relata lo que siente habla de monstruos y de sombras que serán refundados por un médico cuya tarea será darle un discurso técnico a todos esos sentires. Entonces el lenguaje del dolor quedará hecho trizas, pues el médico, como traductor de metáforas dolorosas, habrá elaborado su transliteración apuntando todo en un informe clínico donde habitarán palabras técnicas e impersonales. El dolor del paciente ya no será propio, tendrá otra historia que empezará más o menos así: Fémina afebril de 27 años refiere dolor de espalda.

A Taranilla antes de descubrirle ese terrible tumor entre las cervicales de su columna, fue diagnosticada una y mil veces con Parestesia. No pasaban de darle analgésicos y una terapia de fisioterapia hasta que un día, su cuerpo sucumbió terminando en urgencias. Ya sabemos lo que sigue después, cuando la palabra cáncer sale de la boca de un hombre o mujer que porta una bata blanca y una piel pálida que hace combinación con la luz mortecina de una habitación de hospital.

Mientras eso sucede, mientras se busca la cura, el paciente ante su desesperación cae en esa otra rama de la medicina que suele prometer devolver la salud al enfermo; hablo de esas técnicas alternativas de sanación que de repente bailan con la magia como la homeopatía hecha con semillas, terapeutas energéticos, hipnosis de regresiones pasadas para descubrir de qué moriste en tu vida anterior y entonces poder curar el dolor que aqueja en la existencia presente. No faltan los neurópatas de signo diverso que te hacen una carta astral para determinar si tu signo lunar está bien posicionado.

Se podrá no creer en ello, pero luego es tanta la desesperación, tan desequilibrante el padecimiento, que todo lo que pueda ser una respuesta es bienvenido. Y así se empieza el viaje del héroe enfermo: El padecimiento como una odisea, la salud como Ítaca y uno como Penélope, esperando, esperando, esperando que algo cambie el transcurso; un nuevo especialista, un nuevo medicamento, un nuevo ensayo clínico, un nuevo mañana donde uno abra los ojos y todo parezca un sueño. ¿Dónde queda Ulises?

Cabe destacar, como lo dice Taranilla, que la enfermedad cuesta y cuesta mucho. Cuesta dinero, cuesta el trabajo, cuesta las ganas, cuesta la vida. Es un hecho que el sistema de salud de casi todas las sociedades (en particular de los países en vías de desarrollo) es insuficiente respecto a lo que puede hacer por el paciente. Todo cae en una infinitia automatización y la enfermedad no es la excepción. Para empezar, el enfermo se convierte en paciente y ahí empieza una pérdida de la identidad. No hay tiempo para hacer más preguntas de las que vienen en el manual, de hacer otras pruebas de las que tenga permitido el Seguro y las máquinas que se encuentran en el hospital. No hay más que lo que dicen los protocolos técnicos. Se puede dedicar 15 minutos por enfermo, no hay más tiempo, la fila es enorme y todo lo demás es pequeño. Muy pequeño.

Quizá después de todo sí soy masoquista. Leo sobre el dolor de otros y empatizo, pero, ¿por qué ese gusto por el tema del dolor? Extraño algunos dolores en mi cuerpo, como el dolor de los dientes cuando te quitan los frenos. O el dolor del desgarro de la piel a causa de una costra. De repente me veo ensoñando el dolor de un nervio que ha sido tentado por una aguja, es un dolor tan agudo y profundo que no cabe en el cuerpo y todo se vuelve ruido. Ese, el dolor nervioso provocado por mi bruxismo es un dolor muy mío. Aunque sé localizar el dolor en mi cuerpo, no pasa nada con el tacto. Tocarlo no es suficiente porque está más allá de la piel, de los órganos.

¿Cómo siente usted el dolor, querido lector imaginario? ¿Cuáles son sus metáforas? Mis dolores si pudiera materializarlos serían de corte metálico, como hojas de cuchillo con dientecillos disparejos que me cortan asimétricamente. Mis dolores son amarillos con destellos de fuego que arden. Zumbidos que se van para adentro de la piel y se instalan en los huesos y toda yo me convierto en una orquesta de sonidos que se expanden. Mis dolores me acaloran, me quitan el sueño, me hacen rechinar todavía más los dientes. Mis dolores son míos. Vaya maldición. Vaya bendición.

La enfermedad y la medicina libran todos los días una batalla lingüística. En cada contexto, en cada versión de una verdad, se encuentran las palabras frías del médico y las palabras cálidas del paciente. Las palabras frías trasladan precisión, son la base de la ciencia y la clínica. No es de extrañar que términos como “nostalgia”, que hasta cierto punto es una palabra poética como también lo es “melancolía”, habiten en terrenos movedizos entre la razón y la emoción.

Recordemos que las palabras también se clasifican y tienen sufijos, prefijos y más fijos. En este caso, el sufijo médico “algia” como lumbalgia, fibromialgia, rinalgia se entienda como un padecimiento que requiere atención médica. Los mismo pasa con el sufijo “itis”, que predice una inflamación; colitis, gastritis, artritis, bronquitis, etc. No sucede así con las enfermedades o síndromes mentales. Ellas no tienen esa clasificación; depresión, ansiedad, autismo, esquizofrenia, etc.

Las palabras cálidas, por otro lado, muestran arbitrariedad, emoción, son la base de las artes y como dicen, haz de tu dolor arte, o esta otra figura que no me gusta tanto pero la comparto; el dolor te recuerda que estás vivo. El dolor y la enfermedad ¿qué son? No lo sé, lo que sé es que su manifestación requiere de imágenes que nos ayuden a superar por lo que se está pasando. Aquí algunos ejemplos que muestran como el enfermo ante su padecimiento habitará entre metáforas de toques bélicos, pues parte de su lenguaje será “luchar hasta ganar la batalla contra el cáncer”; “Buscar estrategias terapéuticas”, “Confiar en los soldados de la salud”. ¿Qué hacer con todo esto? ¿Qué hacer con nuestro dolor? ¿Qué hacer con el cuerpo? No hay cuerpo sin dolor. No hay vida sin cuerpo. ¿Qué hay?

Deja un comentario