Veo una Voz: Viaje al mundo de los sordos

Oliver Sacks / Ensayo / Editorial ANAGRAMA /

Veo una voz

Me hubiera gustado apoyar más a mi madre en su debilidad auditiva. Nunca entendí bien qué le pasaba, sólo sabía que tenía que ser sometida a operaciones de alto riesgo que implicaban semanas de estar internada en el hospital. Sabía también que parte de su inseguridad y de su falta de relacionarse con el mundo desde niña se debía a que no escuchaba. Sabía, además, de las jaquecas que le hacían insoportables las tardes y prácticamente le inhabilitaban la vida. Veía sus ojos llorosos a punto del estallo a causa del dolor y pasar por ese umbral de luz que suele acompañar a quienes padecen estos malestares agónicos.

Sabía muchas cosas, como que cuando la acompañaba al banco era yo quien pondría las orejas para escuchar atentamente lo que el ejecutivo tuviera que decir y así, yo decírselo a mi madre de más cerquita y abriendo mucho la boca. Llegué a saber que mi madre odiaba los secretos, no porque no le gustara enterarse de las cosas prohibidas que cada uno de nosotros guarda en su interior, sino porque esa voz susurrante que suele hacerse cuando alguien va a contar una revelación que debe estar velada, no la entendía. Eso aprendí de ella, a no poner atención en los secretos. Aunque mi audición es prácticamente perfecta, cuando alguien se acerca a mi oído y me echa el vaporcito que sale de la voz, junto con el tono bajo, simplemente no tengo idea de qué me dicen. Aprendí de la mejor a fingir que sí escucho. Hasta sé contestar con propiedad y con frases genéricas que caben en todos lados.

Aprendí a leer los labios, incluso hasta puedo leer los labios en inglés. Aunque no me va muy bien con la pronunciación del idioma, pero ese es otro cuento. Aprendí que cuando no traigo lentes y mi vista está desenfocada, tampoco oigo. Las voces se me dispersan y se separan al grado de sentirme ciega y sorda. Ahora mi madre, muchos años después, decidió ponerse un aparatito para entrar al mundo de la audición. De un oído tiene cero capacidad auditiva y del otro, como un 20% si no me fallan los números. De la oreja muerta, como le dice ella, se mandó hacer un tatuaje de tulipán. Le puso flores a su hermoso caracol auricular que, confieso, yo quería hacer lo mismo, pero soy una chillona y todo tipo de dolor me asusta y bueno, no tenía yo porqué ponerle flores a mi oído perfecto.

¡Ay mi madre! Cuida más sus lentes que su aparato. Y es que me dice que siempre trae un zumbido que aun con el mueganito, pues no logra escuchar lo que se le dice porque ya trae un timbre metido que le interrumpe todo. ¿Cómo será vivir así? Qué ganas de sacarse todos esos huesecillos que le rehicieron y quedarse en completo silencio, sin timbres, ni vientos, ni voces dispersas que por más que se ponga atención, no se juntan para formar palabras nítidas.

Viví con la sordera de mi madre como algo normal. Ella también la vivió así, pues desde su infancia esa condición la ha acompañado. En casa la solución fue ponerle ruido a todo; todo tenía un alto volumen; el timbre del teléfono, la televisión, las alarmas del despertador, las voces de los habitantes de la casa. Por lo que de a poco detestaba yo el ruido de la lavadora, de la licuadora y no soportaba incluso el tintineo de la cuchara revolviendo el café.

Así es, mi madre y yo somos opuestas; ella carece de una buena audición y yo poseo esa cuasi perfección que considero una tortura. Ambas hemos aprendido a vivir con nuestros ruidos; ella desconoce los demonios externos y yo los conozco tan bien que quisiera que el mundo enmudeciera. Incluso sé que aún me queda esa herencia de hablar alto y a destono.

Si bien siempre me manifesté empática con mi madre, confieso que me faltó visión. Nunca investigué más y es que en casa mamá no tenía una discapacidad. Sólo no oía bien, pero la verdad era otra, de la que apenas estoy tomando conciencia.

He compartido en estos proemios mi gusto y admiración por el escritor Oliver Sacks. En este espacio de ejercicios de escritura y de lectura tengo anecdotado el libro Alucinaciones (2012), aunque han sido muchos más los títulos que he leído de él y que seguiré leyendo.

Por azares de ser una miss bien evaluada por sus alumnos en la Universidad de la Comunicación, cosa que, confieso, no me esperaba porque la materia que doy no suele formar parte de las motivaciones de mis alumnos como son Radio o Televisión, la escuela me obsequió una tarjetita de regalo de librerías Gandhi. ¡Wow! Qué maravillosa sorpresa. Me compré dos libros electrónicos; uno fue de Noam Chomsky llamado Que clase de criaturas somos que, lo admito, ha sido complicado leerlo y el otro es este, titulado Veo una voz: Un viaje al mundo de los sordos (1989).

Este ejemplar electrónico, por lo menos para mí, es un libro breve comparado con los otros que tiene este escritor-neurólogo-nadador-científico loco. Y aunque su brevedad no demerita calidad, cuando menos me di cuenta ya estaba leyendo la bibliografía. Cosa que siempre hago por si encuentro algún libro conocido. No fue así, no había ningún libro del que tuviera siquiera alguna referencia lejana.

Pues bien, ¿qué descubrí? Descubrí que si uno que se dedica a la comunicación y quiere saber sobre lenguaje, la literatura sobre sordos tiene mucho qué ofrecer. Aprendí que gracias al lenguaje es como accedemos al estado humano. Y que si una persona sorda profunda no tiene un acercamiento en tiempo y con las técnicas adecuadas para aprender a comunicarse, su mundo se verá permanente reducido, en un presente largo y monótono que lo harán caer en un estadio gris invadido de soledad.

El lenguaje se aprende a edad temprana. Si bien no sabemos pronunciar correctamente cuando niños, nuestro cerebro aprende asociar significado y significante. Ya no sólo basta con señalar, hay que nombrar las cosas, pues es a través de este nombramiento que nos hacemos parte de la realidad, que fungimos como parte del entorno, que expresamos y generamos esa voz interior que, en realidad, no tiene voz. ¿Te imaginas vivir sin un monólogo interno? Así de importante y de vital es el lenguaje.

Aprendí que a los sordos se les ha disminuido desde siempre. Y si bien hay personas con esta discapacidad que tienen altos grados académicos y podrían aportar al mundo con su conocimiento y sensibilidad, aún hay quienes los consideran personas débiles que deben ser tratadas aparte. Cosa más equivocada. Los sordos, en su cultura, porque la tienen, han desarrollado un idioma de señas que no le pide nada al nuestro. Y no es solo hacer señas con los dedos imitando un vocabulario. Es mucho más. Tiene sintaxis, conectores, fonética, estructura; identidad. En los festivales para personas sordas se cantan canciones con las manos, se recita poesía, se discute sobre política, se habla de filosofía y hasta se cuentan chistes de doble sentido.

Sacks descubrió que nuestro lenguaje verbal tiene sus encantos, pero es limitado a dos dimensiones, el lenguaje de señas tiene cuatro, porque no solo se trata de la señalética de las manos, sino de las formas que las manos hacen. Es un idioma visual cargado de imágenes metafóricas que lo dotan de complejidad, sentido y belleza.

En el libro, el autor nos cuenta que hay una universidad llamada Gallaudet, ubicada en Washington DC y nombrada así en honor a Thomas Hopkins Gallaudet que, al encontrarse con una niña sorda profunda, se dio cuenta de que permanecía aislada, retirada de los demás niños. Gallaudet, que era un universitario de Yale y se dedicaba al Derecho por ese entonces, decidió dejar eso a un lado pues había encontrado su vocación; ayudar a las personas sordas a comunicarse. Con Alice, la niñita, trató por diversos medios de establecer comunicación. Primero le enseñó la relación entre la cosa y el nombre escrito. Estamos hablando de mediados del siglo XIX, donde las personas con discapacidad auditiva eran solo cuerpos que carecían de sentido y para algunos, hasta del ser. Ya se imaginarán cómo cambió el mundo de Alice cuando supo que todo lo que lo rodeaba tenía nombre. Llenaba libretas con palabras, con el nombre de las cosas que veía y las clasificaba.

Gracias a él y a sus aportaciones en el estudio de la sordera, esta universidad lleva su nombre. Ahí, las personas con discapacidad auditiva reciben educación formal y de altos niveles, no sólo para ser personas funcionales, sino críticas, reflexivas y que tengan un aporte a la sociedad desde el campo que elijan. Esta universidad, por allá en los ochenta del siglo pasado, organizó una manifestación, pues los alumnos y los profesores querían que la escuela tuviera un rector sordo. Vaya que los grupos privilegiados se encuentran en todos lados, su representante era una oyente que lejos estaba de entender las necesidades de la comunidad que, cabe decir, usan desde otras fronteras su imaginación y cognición. Fronteras que nosotros los oyentes distantes estamos de alcanzar y por eso queremos llenarlo todo con nuestra normalidad.

Sacks fue invitado a esta manifestación. Comparte que a pesar del campus sentirse en silencio, había un hervidero de voces a través de las señas, de las manos que se movían al compás de charlas airosas y llenas de esperanza. Nunca una manifestación más ordenada y emotiva. —¡Vaya! —dijo Oliver Sacks en su testimonio dentro del libro— los oyentes pensamos que lo tenemos todo respecto al lenguaje, pero nos estamos perdiendo de hermosas maravillas con el lenguaje de señas. ¿Por qué no aprender los dos? Normalizarlo.

Con mi madre no aprendimos señas. Nuncamente eso hubiera sido una posibilidad. Mi madre es una persona “normal”. Y en la normalidad teníamos que adaptarnos. Pero sí desarrollamos un lenguaje con los ojos. Aprendí a leer las miradas, cada micro movimiento del rostro y después me especialicé en el cuerpo. Nada se me escapa a menos que quiera. Puedo ver cuando se abren las fosas nasales de mi receptor, la mirada volátil de la mentira, el temblor del labio superior ante la intimidación, la barbilla tambaleante provocada por el enojo. Conozco el movimiento de las cejas que aunque no se nota son unas bailarinas, puedo ver el tamaño de las pupilas y darle significado. El ser humano es tan verdadero y predecible con el cuerpo.

Lenguaje natural se le llama a esa comunicación «primitiva» que hace uso del ojo excesivo, además de que es el primer contacto que tienen los sordos con el otro. La cosa era ir más allá, aprender el idioma de esa comunidad que no necesita la acústica y que de solo mirar genera conceptos que los traspasa a las manos para comunicarse. Temo que mi madre se perdió de un mundo impresionante. Aún está a tiempo de recuperar eso que no conoce para cambiar su existencia. Ya le toca descubrir que su diferencia es lo que le da identidad.

Somos seres narrativos, animales lingüísticos, organismo verbales. No solo es la lengua la que da sentido al lenguaje. Es todo lo demás. Y todo lo demás está en eso que aparentemente falta.

Deja un comentario