El cuerpo en que nací

Captura de Pantalla 2021-07-24 a la(s) 19.32.20Guadalupe Nettel / Narrativa / Editorial ANAGRAMA /

Hace unas semanas, Luis y yo sin planearlo, porque si lo hubiéramos planeado quizá no lo hubiéramos hecho, salimos a pasear. Así, de manera casi orgánica, terminamos en la librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo. Mi emoción era mucha, tenía ya bastantes meses que no entraba a una librería a causa de la pandemia. Había infinidad de libros, títulos en exceso interesantes y portadas de todos los colores. Cada uno tomó su camino, yo me quedé en la mesa de novedades, quería ver qué había de nuevo. Y es que mirar es una de las actividades que más disfruto. Leer es ver. Ver es leer. Vemos/ leemos todo. El cielo, los rostros, el clima, los anuncios. Vemos incluso la mirada del otro. Vemos lo que ve y desde ahí, lo juzgamos.

Para mí, entrar a la librería fue entrar de nuevo a esa normalidad que todos perdimos hace ya más de año y medio. De repente me sentí en mi elemento, rodeada de libros, de un espacio donde se encuentran los lectores y en su soledad se dejan elegir por los títulos cuidadosamente colocados en los estantes. Es un desconectarse para estar conectado con todas las ideas, con el pensamiento que produce el ser humano a través del tiempo y tiende a conservarse en uno de los mejores inventos que nuestra especie ha creado; el libro.

Pues bien, me fui a la sección de narradoras, me he propuesto leer a mujeres escritoras. No es un prejuicio feminista, ni una cosa de moda. Por ahora necesito su voz, así como en su momento necesité de astrofísicos que me llevaran a la luna o de ensayistas que construían y deconstruían el origen de la especie homínida según sus investigaciones. Me encontré con autoras intensas y profundas como Margo Glantz, Alice Munro, Rosario Castellanos, Ana María Matute, Almudena Grandes, Valeria Luiselli y la lista seguía hasta el infinito. Pero hubo un nombre, un nombre que llamó mi atención y como polilla a la luz fui atraída: Guadalupe Nettel.

A esta autora de 48 años, mexicana, editora de la revista de la Universidad de México y con más de 10 libros publicados entre cuento, novela y ensayo, así como con una presumible colección de premios, es una de mis escritoras favoritas en el mundo mundial. Su obra la conocí por azar en una librería en Coyoacán. Buscaba el libro de El salón de belleza (1994) de Mario Bellatin que tuve la oportunidad de leer en la universidad y terminé con Pétalos y otras historias incómodas (2008) y de ahí, lecturas que me he encontrado por aquí y por allá.

Parte de lo que caracteriza a Nettel es su gusto por lo extraño, o bien, por lo que no entra en el estándar de lo “normal”. Sus personajes son outsiders ya sea por la forma en la que piensan o bien por la forma en que lucen. Esta novela, que lleva ya ocho ediciones, la autora, a manera de soliloquio, nos revela parte de su infancia, su vida entre México y Francia, la relación des-compuesta de sus padres, el contacto con las abuelas acumuladoras, el fútbol en la villa olímpica, los amores primeros y la lectura prohibida. Pero algo que caracteriza particularmente a esta historia, es que el personaje tiene un defecto de nacimiento; uno de sus ojos padece estrabismo y, además, posee una mancha blanca en medio de la pupila azul. Lo que de inmediato convierte a la niña en una criatura diferente que debe ser arreglada. Pues lo diferente, por razones que determina la mayoría, se percibe como descompuesto, así también lo pensaba la madre de Nettel, que por años ahorró y ahorró para en el futuro darle a su hija la tan anhelada operación y transformarla así, en un ente que se viera igual a todos los demás.

Me gusta Guadalupe no sólo por su innegable talento narrativo, sino por su apariencia. Desde pequeña me atraen esos cuerpos que no coinciden con lo que se supone es normal. Uno de mis primeros amores platónicos fue un niño llamado Iván en secundaria. Poseía una estructura corporal menuda comparada con los grandulones del salón. A ambos nos sentaban hasta adelante dado nuestro tamaño compacto y, por más que buscábamos estar un poco más atrás para ver qué se sentía no estar siempre a la vista expuesta de los profesores, éstos de inmediato nos trasladaban hasta el frente. Iván tenía paladar hendido y una enorme cicatriz cruzaba por su labio y nasolabial, además de un montón de aparatos en su boca que le cuadrarían la dentadura. Bueno, pues ese chico que se supone no era guapo, a mí me lo parecía. Me encantaba su risa, su mirada oscura y brillante, su cabello lacio con rayitos de un dorado cenizo. Nunca le declaré mi amor juvenil por timidez y por costumbre; me enseñaron que los chicos deben dar el primer paso y el primer beso.

Años después, en la preparatoria, en una escuela de puras féminas indomables, tuve la oportunidad de generar lazos amistosos que aún conservo. Una de mis amigas cuidaba quejosamente de su hermanita de nueve años que tenía un “defecto” en su ojo derecho. Igual que Guadalupe, padecía estrabismo. La pupila color miel se le movía sin la menor consideración y gustaba quedarse pegada muy cerca del lagrimal, dando una imagen poco simétrica según los cánones de belleza. Para mí, eran los ojos más hermosos e inocentes que había presenciado a mis 16 años. Nunca dije nada. Pero me lo parecían. La pequeña era la afortunada de una mirada intensa y leonesa que la hacían única.

Esto me lleva a años atrás. En la primaria, mi mejor amiga fue Evangelina, una niña algo gruesa de torso y cabeza, pero de piernas y brazos cortos. Yo quería aprovechar todo el tiempo posible su compañía. Sabía que al terminar el año escolar, mi familia y yo nos mudaríamos nuevamente de ciudad, de estado, de planeta, por lo que no volvería a tener contacto con ella. Un día, como despedida, me invitó a dormir a su casa. Era hija única, por lo que no tenía que compartirla porque no había hermanos y mi hermana tenía clase de catecismo. Jugaríamos en el jardín toda la tarde, comería una deliciosa comida casera, y en la noche nos pondríamos a ver películas hasta no resistir más el cansancio. Al llegar a su casa, me recibió una señora encantadora a la que podía ver a los ojos sin necesidad de alzar el rostro. Ahí lo entendí todo, Evangelina era una niña pequeña. Al igual que su mamá, cuando fuera adulta, se convertiría en una persona pequeña. La adoré aún más. No dejaba de sonreír y de soñar a pesar de que sabía que la vida y sus habitantes no se la pondrían fácil.

Y así, fui admirando en secreto todas esas imperfecciones que desde mi historia personal y gusto por la vida me parecen una maravilla. Me he encontrado con personas tan únicas que me encantaría acercarme y decirles que alguien los mira no desde lo ajeno, sino desde la admiración. Pero me contengo. Siempre lo hago. Sin embargo, guardo en mi memoria sus imágenes: He visto carpinteros con pupilas saltarinas o lunares violetas que coronan cuellos. He visto mujeres que se quitan la peluca y queda un calva brillante y limpia que les enmarca aún más su belleza. Pero parece que no lo saben. Incluso he visto vientres arrugados una vez que el bebé ha decidido nacer. Ese abdomen se vuelve la expresión de la vida misma.

Pero uno no puede decirlo. A uno se le percibe extraño, raro. Así que miro en silencio. Trato de mirar sin que me miren, porque cuando me atrapan mirando, no falta el regaño. Se puede mirar sólo lo que es permitido mirar. Es un tema tabú a pesar de que vivimos en una cultura obsesionada con la imagen. Una sociedad que se dice visual, pero limitada en cuanto a lo que puede ver. Hay un condicionamiento de lo que se mira. Reglas no escritas para observar y parece que, sin querer, yo las rompo.

Me gusta mirarlo todo y a detalle. Todos los cuerpos, en sus formas y volúmenes dicen algo, yo quiero saber qué dicen. Admiro los cuerpos que van y vienen con sus pesos y tamaños, que se deslizan con sus respiraciones y sus entrañas ocultas. Me gusta la forma de las cosas, de los árboles torcidos, de las banquetas abultadas. La forma de mis gatas cuando se hacen rosca, el cuerpo negro de Uma cuando se acuesta de lado. Los ojos de Luis que son enormes una vez que se quita los lentes y son acunados por unas delicadas ojeras violáceas que me recuerdan a las aves recién nacidas. Las pecas luminosas de Paulina, la frente perfecta de Violeta, el excesivo parpadeo de mi madre que acompañan a unas pupilas reptilianas, los deditos cuadrados de Luisa Fernanda, la heredera de toda la dinastía Limón, incluso los dorsos de las manos cicatrizadas de mi padre me producen belleza; mapas y geografías de un país que decidió no nacer y se guardó en la piel morena de un hombre que no se ordena con sus sentimientos.

El cuerpo en que nací me llevó a rescatar todos esos recuerdos que tenía ocultos en el cajón de lo que no se dice, lo que no se muestra, lo que no se puede ver o si se ve, debe ser visto con recato y en ciertos espacios. La historia que narra Guadalupe Nettel es su propia historia, una historia difícil, una historia contada desde la voz de una niña que desde el inicio de sus días se percató diferente.

De repente percibo a esa niña un tanto fría y cruel. En exceso realista. Observadora poco complaciente. ¿Así será la infancia? Vestimos a los niños con ropita linda, con ositos y colores alegres. Les pegamos moños y sombreros divertidos. Pero, si cada uno contáramos nuestra infancia, le diéramos voz a esa criatura que fuimos, ¿cómo sería nuestra historia más allá de los cumpleaños y el día de Reyes?

Pienso en mi propia infancia, en las veces que tuve que renunciar a personas por la prisa de una mudanza. Recuerdo la indiferencia de mi padre al manejar a mitad de la noche con el vidrio abajo y fumando, haciendo que esas lumbrecitas que se desprenden del cigarro cayeran en mi piel muda.

Recuerdo las no explicaciones para ir de un lugar a otro. La no importancia de dejar lo que quieres atrás porque uno sólo puede querer a sus padres y a sus hermanas. Lo demás es ilusorio, pasajero. Recuerdo haber visto la luna decenas de veces cuando íbamos en la carretera y siempre me pareció triste. La tristeza es menguante y también creciente. Quizá yo era la triste. Existen niños tristes.

Conté una vez hasta mil rayitas blancas de la carretera que se acomodan de manera intermitente y en línea recta. Aún veo la oscuridad asfixiante del entorno sólo alumbrada por los faroles de nuestro coche escarabajo. Desde entonces no dejo de contar, cuento hasta 30 para despertar, cuentos hasta 60 para dormir. Cuento hasta 90 para animarme y vencer la melancolía, siempre estoy contando en múltiplos de treinta y a veces, cuento historias.

Gracias Guadalupe por tus libros, por tus ojos y por recordarme que la infancia ahí está, con su voz verdadera, porque no hay mirada más aniquiladora que la de un niño que se atreve a contar su propia realidad y resulta tan diferente a los recuerdos que los padres tienen de nosotros. La infancia es una memoria íntima que se mira a sí misma.

 

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