Rosa Montero / Novela / Editorial Booket /
Regreso a mis proemios con un libro más de Rosa Montero. ¡Vaya!, empecé con Historia del rey transparente en 2018 y cuatro años después aquí sigo, leyéndola imparable antes de dormir, en el transporte público, en el salón mientras espero a que llegue la hora para impartir clase. La leo siempre, me gusta que sus palabras me acompañen a donde sea que vaya. Incluso mientras me llevo a terapia. Ahí, en ese camino que es parte del proceso y que me hace ir de pie en el Metrobús. Voy colgando de una mano y con la otra voy leyendo. Las mujeres del vagón pasan y se reacomodan. Algunas me miran feo porque piensan que mi libro estorba. Bueno, acá entre nos, lo lamento, pero yo no les digo nada por sus enormes bolsos abultados o sus celulares siempre enfrente de ellas.
En esta ocasión el título fue Te trataré como a una reina (1983). Lo empecé con cierto recelo porque la contraportada dice que mucho de lo que sucede es en un local nocturno madrileño llamado el Desiré. Seré honesta, no me encantan esos ambientes de bolero donde la decadencia está a flor de piel, cuyos personajes -también decadentes- nos dejan entrever las miserias de la vida. Pero es Rosa Montero. Así que valía la pena intentarlo.
En esos días mi ánimo no era el mejor. Como todo el mundo tengo días buenos y días malos, pero para mí, justos esos días eran invivibles. Estaba por empezar otro ciclo escolar y no me sentía con la energía física y mental para lograrlo. Sí, en apariencia todo estaba bien, pero algo dentro de mí, no sé si una sombra o un humo me calaba en lo profundo provocando dolor, incomodidad, tristeza escurrida. Había que levantarse, vestirse, hacer lo que uno sabe hacer para ganarse la vida. Hacerlo bien. Así que ahí estaba, como una persona en su excesiva normalidad. Creo que la mayoría de la gente que va y que viene, que sube y baja escaleras, finge su acomodo.
De las veces que lograba tener la suerte de ir sentada en el metro, me ponía a ver a mis compañeras de viaje. Todas sumidas en el celular. La madre joven con los senos de fuera para que la cría se alimentara no hacía más que enviciarse con el dispositivo. ¿Qué la tiene tan entretenida? Me preguntaba. La anciana jugaba el solitario y otra contestaba en WhatsApp algo sobre unos catálogos de tupperware. Así la vida, como un viaje, o así el viaje, como la vida.
Alejada de toda esa masa y aún con un recorrido largo por delante, sacaba mi libro. Era el momento de la abstracción. No me importaba el vendedor ambulante que pasaba por entre los estrechos pasillos con su enorme bolsa de plástico vendiendo cubrebocas pirata de surtidos colores, o el ciego con su bastón y su botecito monedero que sacudía al ritmo de su canción limosnera. No tenía el valor para ver tanta miseria, tanta ignorancia. Yo como parte de todo eso.
En la novela hay varios personajes con un juego de narradores que tanto le gustan a Rosa Montero y que, además, uno como lector goza a su máxima potencia, sin dejar de lado las hermosas imágenes que no hacen más que estremecerme. Es ahí, cuando en mi propio Desiré en movimiento presencio el milagro y doy gracias por la invención de la palabra y a quienes saben usarla. Algunas líneas que subrayé y aun fuera del contexto literario me conmueven son:
+ Se doblaba sobre sí mismo con un encogimiento animal.
+ Espesa mirada de carnero.
+ El agua estaba caliente y el mundo no se movía.
+ Era un amanecer plomizo y bajo.
+ Su diente dorado agujereaba de chispas las tinieblas.
Sí, son algunas líneas sueltas, fragmentos, pero hay más, mucho más si hablamos de párrafos enteros como la descripción de una casa asediada por la primavera y la mujer que la habita, o el detalle de unas manos gruesas y cortas que no fueron hechas para tocar el piano ni para acariciar abrigos de visón, también yace en palabras el mismísimo club que es como el centro de un mundo que posee, en lugar de planetas, mesas tristes, pisos mojados, un escenario descompuesto y una playa a punto de despintarse en la pared con una palmera que, como los personajes, sueñan con hacer sus sueños realidad en El Tropicana, un club nocturno que se encuentra en Cuba. Cuba lejos, Cuba irreal.
Antonia y Bella son las mujeres principales que yacen en esta historia. Antonio, El Poco y Damián son algunos ellos. ¿Qué los une? A ellas, las ganas de ser amadas en un mundo que no sabe corresponder a lo femenino. Ellos, hombres de diferentes calañas y de diferentes fortunas prometen amar pero no saben hacerlo y si lo hacen, lo hacen con la violencia caliente del desbordamiento y la violencia fría de la indiferencia. En esta novelita que aparenta un ambiente de bajo presupuesto, los hombres son capaces de joder por odio, por muerte, por venganza. Son capaces de violar a la mujer del enemigo minutos antes de degollarla. Así es, no es una novela romántica contada desde la voz de una cuarentona entrada en carnes y urgida de calor. Es una novela contada desde varias voces crudas y tristes. Voces decepcionadas y temerosas de ser amadas por ese que un día, al desamarlas, lo menos que podría hacer es irse, pero no se va, se queda para usar y maltratar el objeto que le despertó el deseo, pero como el deseo es corto, pues…
Misoginia, machismo, ignorancia y sueños inalcanzables es la premisa de esta obra que se escribió en los ochenta del siglo pasado. Donde el sol inclemente y el agobio están a todo lo que da en un Madrid de cambios que no cambia. Donde Antonio tiene todos los derechos por ser hombre. Privilegios otorgados por una sociedad tradicional y que Antonio siente como una carga. ¡Qué mala leche tener el poder de hacer lo que se le hincha a uno en gana! ¡Mucho de ello sin consecuencias porque se le hizo a una mujer! Por el otro lado está Antonia, su hermana si acaso un par de años menor y tratada como una reverenda idiota. Vive condenada a la espera, a mirar por la ventana, a imaginar el amor y a tocarse con vergüenza. Quiere enamorarse, pero sabe que el costo es el sufrimiento. El amor lo hicieron los hombres y los hombres no desean a las solteronas rellenas con anillos de venus en sus cuellos, aun así, se arriesga y pierde, pero se arriesga. Bella, la otra mujer de esta historia, también está entrada en las edades en las que tiene que aprender a no ser joven y entonces se conforma, se conforma con la vida, con ser la artista de un club mediocre que además limpia por las mañanas, con unos besos alcoholizados que son para otra. Le queda su cuarto amarillo dorado. Ahí, en la soledad de sí misma la vida no le resulta tan deplorable.
Alzo la vista. Las mujeres del vagón se parecen a Antonia y a Bella. Yo me parezco a ellas. Pero vivo en tiempos distintos. Yo no muero por amor. Ni espero que un matón me lleve a Cuba a hacer mis sueños realidad, juegue con mis fantasías y me tuerza los ahorros. Son otros tiempos, otras tristezas, sin embargo, la violencia a las mujereres sigue. Aún el privilegio de los hombres se alza fuerte sobre el derecho de nosotras a sólo ser personas y no objetos de consumo, de desecho y de intercambio. Infravaloradas en una sociedad que nos necesita pero nos paga menos, nos dice que somos menos solo por tener una vulva entre las piernas y no un pene.
Sigo mirando. Algunas pasajeras son bellas y lo saben, otras lo son y no se dan cuenta, otras se ve que les vale un comino, no les importa cómo lucen y me caen bien de inmediato. Sé que algunas están más tristes que yo y quizá sus tristezas tengan más valor que mis tristezas. Quizá sean tristezas reales. Soy humo o soy sombra. Lo tengo todo y trabajo para tener esa comodidad que exige el siglo XXI, mas no soy ostentosa, no podría serlo. Sólo quiero un jardín y presenciar el fin del mundo. Me suceden milagros. Envejezco con gusto y me gusta. Me agrada la imagen que me regresa el espejo. Nunca me había gustado más en toda mi vida, quizá porque ahora me miro desde mí y no desde la mirada del otro. Tardé años en lograrlo.
Ahí siguen los días invivibles. Los días de no entender por qué la vida, por qué así, con tanto abuso e impotencia. No todo está perdido. Tengo un par de ases guardados en el bolsillo. Me queda la lectura, las imágenes hechas con palabras. Los caminos gastados que acompaño con letras nuevas. Tengo días, muchos, para intentar hacerlos mejor, aunque a veces parece que las ciudades no fueron hechas para estar a gusto. También tengo libros y quizá, algún día, tenga respuestas a mis preguntas y un jardin que me permita alejarme de todo ruido exterior.
Días invivibles… no lo había leído fuera de mis notas y me conmovió hasta las lagrimas.
Gracias por compartir en forma de letras todo ese torrente de vitalidad que lleva encima.
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Gracias a ti por leerme.
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Este texto es color día nublado. Algo que me gusta es este ir y venir entre el libro y el contexto en el que lee la lectora, es una aproximación a la lectura interesante, valida la idea (cierta, creo yo), de que en parte leemos para entender el mundo. Estuve ahí, en el vagón del metro, viendo a las mujeres como la lectora lo hizo y trato de hallar la resonancia en las frases sueltas en las que la lectora encontró algo. Las ciudades están hechas para estar a gusto, mejor que andando sobre pedregales o sin techos o máquinas de café, artificiales y duras como son, tratamos de ponerles parques, cines, casas cómodas, calles bonitas por dónde andar, pero somos nosotros quienes las hacemos intransitables, inhabitables para el espíritu y sin embargo, en ellas vivimos. Le deseo encuentre su jardín silencioso, un lugar sin ruido, una cosa rarísima hoy en día.
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