Para cada tiempo hay un libro

Captura de pantalla 2023-03-26 134727Alberto Manguel / Ensayitos / Editorial Sexto Piso

Aquí voy de nuevo con unos de mis autores favoritos; Alberto Manguel, de quien he anecdotado La Ciudad de las palabras (2007), El viajero, la torre y la larva (2015) y Cómo Pinocho aprendió a leer (2017). En esta ocasión traigo a la “venta” Para cada tiempo hay un libro (2014).

Si bien escribo este proemio a finales de marzo, esta lectura es parte de la lista del 2022. Sí, me atrasé con la hechura de dichos anecdotarios o más bien, caí en una racha donde muchos libros se me presentaron así, tan de repente que no tuve más remedio que leerlos todos como si fuera una maniaca que no quiere que le gane el fin del mundo. Y heme aquí, tratando de cubrir la lista de lectura del año anterior para balancearla con la escritura pendiente.

Este libro lo compré en una librería del Sótano en la Zona Rosa de la Ciudad de México. Tenía un par de horas libres antes de dar clase a jóvenes que se resisten a leer convirtiéndose mi deber en un deber agotador. Los hago leer en contra de su propia voluntad. Luego sonríen cuando le han entendido al texto, pero antes, antes de que eso suceda, hay una resistencia enorme por la falta de comprensión lectora que sufre la mayoría de los estudiantes debido a un problema sistémico de corrupción e ignorancia: Sí, vivo en un país corrupto donde la educación también es corrupta y los mismos profesores, agotados por un sistema deficiente, no leen. No digo que todo el profesorado sea así, pero sí me atrevo a decir que una gran parte de la docencia en México simplemente no conoce la importancia de la lectura.

Los libros de Manguel publicados en la editorial Sexto Piso son caros. Es cierto que editoriales como la que acabo de mencionar son de corte independiente y garantizan contenido nuevo y de calidad, de ahí su alto costo, pero vaya que a veces uno tiene que resistirse a esos tesoros literarios. Esta vez no me resistí y aunque es Manguel y amo todo lo que tiene que decir acerca de los libros, la palabra y la escritura, he de confesar que este libro me pareció económicamente muy elevado para lo que encontré en su interior.

Se compone de 12 textos muy breves y una serie de fotografías que se presumen artísticas, pero es tan mala la calidad de la impresión de las imágenes que no se logra vislumbrar la pieza, alcanzando a ver más manchones negros que otra cosa. Y sí, debo decirlo, hay un par de fotografías que me recordaron mis propias experimentaciones fotográficas de cuando estudiaba Comunicación por allá de principios del siglo XXI.

No entiendo la intención de este libro. Me da la sensación de que Sexto Piso quiso sacar una publicación y buscó por ahí algunos textos olvidados de Manguel e invitó a un fotógrafo a ilustrar los relatos, pero el resultado es menos que alentador. Si bien el tema es fascinante y las fotos podrían haber vestido de manera bella este tributo que se le hace al libro como objeto, lo cierto es que no funcionó. Entonces, ¿por qué escogí esta lectura? Por el tema. Sabe lo difícil que es, querido lector imaginario, encontrar temática como ésta en un país como este —sí, estoy jugando con los estos, estas y estes—. No todo está perdido. Hay ideas muy bonitas que dice Manguel con extrema maestría, como por ejemplo que hay libros para todo.

Un lector, un verdadero lector, tiene varios libros en su día a día. No es lo mismo el libro que se lee antes de irse a dormir y que se coloca en la mesita de noche. No es el mismo libro que uno anda cargando en el bolso y que lee mientras va de un punto a otro y no es el mismo libro que uno lee cuando busca ideas, cuando viaja, cuando espera en el hospital o cuando recién ha hecho el amor. Tampoco son los mismos libros que yacen en el baño para esos lectores que les da por vaciar el vientre a la par que estimulan su imaginación con palabras contenidos en libros.

En este aspecto coincido con Manguel. Yo tengo libros para todo, bueno, para casi todo. Digamos que no he ejercido esa práctica de leer en el baño. Quizá me esté perdiendo de algo esplendoroso. Ahora mismo tengo en mi mesita de noche la novela de Chiquita (2008) de Antonio Orlando Rodríguez que ya platicaré. Para mis ires y venires y no verme reducida a una miss Mely que viene de sociales y da clases en el área de salud, estoy leyendo nada más y nada menos La responsabilidad social en salud (2020) de Emilio la Rosa. Para esos momentos de azotea donde subo a tomar un poco de sol y darme un ratito de buena lectura, estoy con Soy un gato (1906) de Natsume Soseki.

Nadie, ni siquiera el propio lector puede explicar cabalmente cuáles libros convienen a cierto momento y cuáles no. En lo personal, cuando termino de leer un libro caigo en cierto limbo porque no sé qué libro seguirá. Sí, a veces uno hace listas de esos libros que están pendientes en el estante, pero no se trata de ir como autómata a tomar el que sigue y ya, tiene que ver una serie de factores y estímulos que se deben considerar, como la cosa emocional, la situación cotidiana, los ánimos, las energías, el mes, el clima, la edad, si la familia está bien, si la pareja también lo está, si uno anda con ganas de aprender o solo de disfrutar.

Yo necesito sortear todo eso, saber todo eso para sentir si el libro que tengo entre mis manos es el correcto o no. Y sí, muchas veces he tomado el libro incorrecto y después de unas páginas con sus días lo dejo. Por ejemplo, hace unas semanas compré Una historia natural de la curiosidad (2015). Con el pasar de las hojas me di cuenta de que el autor —que también es Manguel— todo lo relacionaba con La Divina Comedia (1472) de Dante Alighieri. Lo dejé. No pude, texto pesado, referentes muchos, pocas ganas de mi parte. Ya será en otro momento. Será si tiene que ser.

Cuando Oscar Wilde cayó en la cárcel y fue condenado a trabajos forzados por mostrar abiertamente su homosexualidad en 1895, en lugar de pedir mantas calientes a sus amigos, les pidió que le llevaran libros. Mientras estuvo contenido en ese infiernito se leyó La isla del tesoro (1883) de Robert Louis Stevenson y de vez en vez revisaba su manual de conversación francoitaliano. Alejandro Magno —el mismísimo que a los 32 años ya tenía conquistada Persia, Egipto y todo Asia Menor— no soltaba para nada La Ilíada de Homero. Incluso la colocaba debajo de su almohada. Por ahí también se sabe que el asesino de John Lennon estaba leyendo El guardián entre el centeno (1951) de J.D Salinger cuando decidió quitarle la vida al cantante. Entonces sí, los libros están con nosotros. Nos acompañan para bien y para mal.

Pero no solo se trata del libro en sí, sino de la portada de éste. Me pregunto si los diseñadores conocerán la importancia que tiene su trabajo al momento de hacer portadas. Me parece un trabajo maravilloso. Muy seguramente no hay tiempo, en este mundo de prisas, de que se lea el libro para decidir qué portada hacer. A como sé que funcionan las editoriales, un diseñador se ha de aventar como cinco o más portadas por semana. Nada sabe ya del contenido. A lo que voy es que los libros también son sus portadas y no en el sentido de juzgarlo, sino de hacerlo propio. No es lo mismo el Quijote de Porrúa que el Quijote de Alianza o el Quijote de la mismísima Real Academia de la Lengua.

Una vez mi papá tuvo que ir a una cita de trabajo en la Defensa Nacional, como a mí no me dejarían entrar, me dejó en un Sanborns a resguardo de una mesera. Me dijo que podía comer lo que quisiera, que no se tardaría, pero como sí se tardó, yo muy responsablemente le dije a la mesera que iría a ver tarjetas de cumpleaños a la sección de regalos. Ahí todavía yo no era lectora, pero estaba a punto de serlo. Si bien leía cuentos infantiles, éstos ya no me satisfacían pues nunca he gustado mucho de la fantasía. Tenía yo 12 o 13 años. Era casi una señorita que buscaba otro tipo de emociones. En el recorrido por la tienda llegué a los libros. Sé que Sanborns no es la mejor librería del mundo, aunque de repente da sorpresas. Justo a la altura de mis ojos apareció frente a mí la portada más hermosa que jamás había visto. Era el rostro de una joven un poco mayor que yo. De piel trigueña, cabello castaño largo recogido en un chongo, los labios rosas y la mirada azul. Era hermosa. Miré el título y decía Mujercitas (1868) de Louisa May Alcott. Abrí el libro. —Son muchas páginas —me dije— y además no tiene dibujos. La letra es chiquita. ¿Podré yo leer esto?

Cuidé el libro como un tesoro único. Fue mi libro favorito por años. A estas alturas de mi vida no podría volver a leerlo, pero agradecí que todo coincidiera para que así sucediera en el espacio y tiempo exacto. Pero la tragedia hizo su presencia. Un día, ese libro simplemente no estaba en mi librero. Lo busqué y lo busqué y lo busqué. No me explicaba su desaparición. Nadie en casa me sabía dar detalles de su extravío. Llegué a una conclusión: Había sido robado por mi hermana menor que, ante una campaña de donación de libros, ella decidió darlo a la biblioteca de su escuela. Nunca lo ha admitido. Nunca lo admitirá. Pero yo lo sé. En mi llanto desesperado e incomprendido, varias personas me han dicho que compre otro ejemplar y problema resuelto. Lo he intentado. Pero ya no está esa portada. Son otras que no me gustan, que no son, que no se parecen. No es mi libro. Espero algún día recuperarlo. Es que un libro no es solo la copia de la copia del original. Tiene una pertenencia, una historia, una identidad. No existen dos libros iguales porque no existen dos lectores iguales aunque uno sea esa misma persona.

Hasta aquí mi proemio. Hasta aquí el hablar de libros. Espero que sus libros estén a salvo, querido lector imaginario. Espero que tenga varias lecturas pendientes y que lea en varios lugares y contextos distintos. Espero que abrace sus libros y los quiera tanto que estén en un lugar seguro. ¿Sabía usted que en Japón hay una palabra que se usa para ese acto de dejar en una pila los libros que recién uno compra, pero que no tiene oportunidad de leer en el presente inmediato? Se llama tsundoku. Yo tengo un tsundoku en casa que crece día a día como un jardín.

¿Ha pensado usted, cuál será el último libro en su vida?

Un comentario sobre “Para cada tiempo hay un libro

  1. Interesante proemio, sobre todo a partir del sexto párrafo. Normalmente los leo en las noches, ya que todo está en calma, así puedo releerlos si se me antoja releerlos. Son curiosas las relecturas. Como ver una película por segunda vez ya que uno sabe qué buscar desde el principio para ir prestando atención a diferentes detalles.

    ¿Qué libro será el último que lea? Puede que el actual. No se sabe, es una apuesta dificilísima.

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