
Serge Tisseron / Ensayo / Paidós
96MXN / 212 págs / Fondo de Cultura Económica
Me llevó poquito más de dos meses terminar de leer El espíritu de las cosas (2018). No es un libro extenso, sin embargo, el contenido sí es para analizarse. Han sido de los libros que más he subrayado porque el tema da para mucho. Como su nombre lo indica, habla de las cosas, de los objetos que el ser humano utiliza en su día a día como parte de su realidad física y también de su realidad emocional.
Piénselo bien, querido lector imaginario, ¿cuántos objetos tiene usted en casa? ¿Cuántos objetos tiene usted, ahora mismo, sobre su cuerpo, incluyendo esa resina en la muela, los lentes, la cadenita que le regaló su pareja en algún aniversario y ahora rodea su cuello, el tatuaje en el tobillo, los audífonos? El objeto es un soporte de nuestra memoria, representa lo que vive en nosotros, lo que aguarda en nuestro inconsciente y lo que nos trauma.
¿No le ha pasado que, cuando experimenta una situación terrible como una ruptura amorosa, la pérdida de un ser querido o un accidente grave, al llegar a casa usted la percibe distinta? De repente los objetos se manifiestan con sus formas, sus pesos y sus colores para decirnos quienes somos o en quienes nos estamos convirtiendo.
El autor, Serge Tisseron, es psiquiatra, psicólogo, psicoanalista y habla el idioma del amor, sí, es francés. Tiene las tres “pes” de la salud mental, así que me imagino que algo sabrá sobre la psique del ser humano. Él dice que los objetos no son sólo esas cosas que tienen una utilidad funcional como contener la sopa, dar la hora o hacer que una pared se vea bonita con un cuadro. Los objetos son el soporte de nuestras esperanzas, apegos y decepciones. Tan nobles son en su mutismo, que muchas veces denotamos su importancia cuando no están y es ahí, en su ausencia, cuando nos damos cuenta de la relevancia que tienen para nosotros.
Ahora que habitamos la realidad de las no-cosas, llena de ligas de internet, de productos de consumo digital, pareciera que los objetos pierden no sólo presencia sino su utilidad, sin embargo, a pesar de nuestra migración hacia las pantallas, los seres humanos siempre estaremos rodeados de objetos, sin ellos no podríamos simbolizar nuestros estados interiores. Los objetos son puentes que nos permiten integrarnos al mundo. Y es que los objetos están con nosotros desde que nacemos. El niño pequeño que se aferra a su manta para sentirse seguro cuando ha sido destetado, la almohada que guarda el olor de ese ser amado que se ha ido de viaje y que uno olfatea amorosamente para recrear su presencia. El alhajero, herencia de la abuela, que representa un conector con el pasado, o los zapatos viejos cuyo poseedor no se anima a desechar por ser compañeros fieles de tantas batallas libradas a pie.
Los objetos habitan tanto en la estructura de la intimidad como de manera colectiva, ahí los monumentos o estatuas que yacen en las avenidas o parques públicos. ¿Qué nos dicen? ¿Qué pasa cuando ese objeto colectivo es maltratado o intervenido? ¿Qué nos hace recordar o, en su caso, nos incita a olvidar? Los objetos colectivos -en su mayoría- sirven para contar la visión de los vencedores, aunque también nos hace cuestionarnos qué pasa con la otra versión; qué tienen que decir los vencidos. En mi país, a pesar de que hace poquito más de 500 años tuvo lugar la conquista española, aún hoy, cinco siglos después, la herida sigue abierta. El trauma colectivo, transferido de generación en generación, ha formado parte de nuestra identidad mestiza. Así bien, si uno se pone en calidad de turista, notará que en las calles principales figuran figuras de los conquistadores para recordarnos constantemente que ser blanco es mejor que ser indígena. Con las nuevas narrativas sociales, esas piezas están dejando de ser. Ya no importan tanto porque ya no nos representan en su totalidad. Ya vimos que la historia oficial relata los hechos del pasado desde la óptica de quienes detentan el poder. Pero, ¿qué pasa con la otra historia?
Los monumentos al ojo público existen para representar y, si en algún momento ese significante ya no tiene significado habrá que cambiarlo por otro que sí lo tenga. La historia está viva y se reescribe en cada parpadeo. Algunas de nuestras calles, no-todas-pues-aún-quedan-algunos-conservadores-que-defienden-el-blanquismo-a-todo-lo-que-da- se visten de esculturas propias de nuestra cultura prehispánica, del muralismo que busca representar al pueblo y a la revolución. Incluso héroes nacionales como Emiliano Zapata han deconstruido su sexualidad al interpretarlo sí, montado en su caballo, pero ahora con un rostro maquillado y usando tacones. Usted quizá no lo sepa, querido lector imaginario, pero testimonios que yacen en la historia que está fuera de los libros de texto, como el diario de Josefina Espejo- esposa de Zapata- indicaban que nuestro caudillo, cuyo lema Tierra y Libertad aún sigue vigente, era un bisexual de clóset. Bueno, quizá no logró salir del armario en vida, pero hoy las comunidades LGBT+ y anexas le han puesto en un lugar que quizá a Zapata no le molestara del todo.
Los objetos también son imágenes, ¿o las imágenes también son objetos? No todo está en la tridimensionalidad palpable de la cosa. En nuestra cultura hipervisualizada, las imágenes como las pinturas, los grabados, las fotografías y las películas no se consideran objetos como tal, sino representaciones. Se les llama objetos-imagen. Estos objetos-imagen cuentan una historia, marcan una temporalidad. Hay una narrativa que nos dice quienes somos, fuimos o queremos ser. Nos permite abstraernos de la realidad para crear más realidad gracias a la imaginación y a la necesidad permanente que tenemos, como homo sapiens al cuadrado, de crear historias para habitarlas desde fuera y desde adentro, muy adentro.
Me considero una persona que no da mucho valor a los objetos, aunque no lo he de negar, tengo mis objetos fetiche como, por ejemplo, no bebo café si no es en mi tacita blanca, no salgo de casa si no llevo un libro en el bolso y siempre de los siempre jamases cargo conmigo un labial rojo. Recién había agregado un anillo de fantasía, duró poco el goce del objeto. Lo perdí. Lo extraño y le hablo telepáticamente por si decide regresar. Me dolió más perder ese anillo de flores que la foto de mi padre biológico al que solo conozco mediante esa imagen.
Si usted observa tantito la realidad, ¿de qué está hecha? De objetos, objetos aquí, allá, objetos por todos lados. Los negocios, en su mayoría, no son otra cosa que el comercio de objetos. Se dice que gran parte del éxito de la diseñadora Coco Chanel no fue sólo la simplificación de las prendas femeninas, sino que creó una pieza llamada blazer. Todo empezó por un amante militar, al tener que separarse de él porque lo enviaban a la guerra, ella sintió el deseo de recrearlo en su propia ropa, así que se puso a confeccionar abrigos con la forma de las prendas de este oficial. Lo hizo retomando ciertos accesorios como los botones dorados y las hombreras. Fue un éxito. ¿Por qué, se preguntará usted? No por la moda, sino porque otras mujeres que experimentaban la ausencia de sus soldados vieron en esta prenda un objeto que les recuerda a la persona amada.
Creo que más o menos he logrado probar la importancia que tienen los objetos, ¿o usted que opina, querido lector imaginario? Somos la única especie que los requiere para su subsistencia. Ahora que lo medito, hemos humanizado tanto a nuestros animales de compañía que de a poco ellos también van desarrollando un sentido de las cosas
Cuando Luis le dice a Uma que traiga su cobija, la perrita sabe cuál es su cobija. Mis gatas saben cuáles son sus platos de comida, su cama y qué rascador es de cada quien. Lo sé, lo sé, puede ser algo instintivo marcado por el aroma, pero la domesticación es eso, ser parte de la pertenencia y de la posesión.
Piense, usted, ¿cuántas narrativas existen basándose en los objetos? ¿No mató Otelo a Desdémona por un pañuelo? ¿No hace Frodo, el hobbit, una de las caminatas más largas de su vida por un anillo? ¿Qué me dice de Drácula, que con solo presentarle una cruz pierde poderes, o la película Odisea 2001, donde un mono avienta un hueso al espacio y éste se convierte en la representación de la evolución? ¿Ubica la película El eterno resplandor de una mente sin recuerdos? Ahí el personaje principal llamado Joel, con el corazón roto y desesperado por el dolor que provoca el desasosiego, hace una cita con un doctor que posee una máquina que borra recuerdos. Para lograrlo, el solicitante tiene que llevar todos los objetos que le recuerden a la persona que desea desaparecer de su memoria.
Somos los objetos que poseemos. Así pues, la siguiente vez que vaya de visita a una casa, ponga atención, se dará cuenta que lo primero que vemos son las cosas que están dispuestas ahí, a la vista. Hay objetos que están colocados en ciertos lugares para ser notados, para que se pregunte por ellos, para conocer las experiencias de quien nos platica el por qué de esa cosa que tiene ahí o allá. Los objetos nos permiten socializar y socializarnos. Los objetos, queramos o no, están en el corazón de nuestras economías afectivas.
¿Tiene, usted, querido lector imaginario, algún objeto favorito que, con el paso de los años, se ha convertido en una colección?